Fue mi primer auto y lo quise mucho.
Desde el color siempre me gustó. Ese rojo fuerte fue lo que me impulsó a
comprarlo. Luego a quererlo y cuidarlo. Como primer auto le hacía de todo. Lo
limpiaba, por demás, le ponía los accesorios que encontraba, lo cuidaba mucho y
lo hacía los días sábados. Ese Fiat 600 rojo, o la Bola Roja, como lo llamaba,
nos llevamos muy bien con alegría y tristezas.
Tanto lo quería que con un amigo, en unas
vacaciones, le pelamos a fondo la carrocería y lo pintamos con ocho manos.
Quedó, luego de pulido, para peinarse en el brillo de su pintura. Donde paraba
era la admiración de todos. No era para menos la Bola Roja estaba espléndida.
Tanto me preocupaba por mantenerlo en
condiciones óptimas que le había comprado cuatro escapes diferentes. Cuando me
cansaba de un sonido le ponía otro escape y la Bola sonaba distinto. Los
vecinos me conocían y sabían que los sábados eran para mi auto adorado.
Volante deportivo con butacas con
apoyacabezas integrales en su interior. Ni hablar de la consola entremedio de
las dos butacas para guardar los casetes. Porque la Bola Roja tenía un estéreo
Pioneer de aquellos. Tanto que tenía ocho parlantes. Sonaba como una discoteca.
Las cosas que le hice a ese Fiat 600 no
tienen nombre. Pero siempre para mejorarlo y no para maltratarlo. Eran autos a
los que se le podía meter mano. No como ahora donde reina la electrónica y ni
un accesorio se les puede poner sin ocasionar un bloqueo o una falla.
Hasta mejoré el sistema de enfriamiento con
un rulo hecho con caño de bronce que me hizo un tipo que corría con las
Bolitas. Porque era la época donde los Fiat 600 se usaban para correr en una
infinidad de categoría a lo largo y ancho del país.
Siempre para mejorar, nunca para
empeorar. Por eso aquella tarde cuando apareció el ruidito, el mundo se me vino
encima. ¿Qué era ese ruidito? La duda me comenzó a taladrar el cerebro. ¿Será
un rulemán de una rueda trasera? No porque a veces lo hace y otras no.
El ruidito aparecía cuando estaba
andando, pero lo peor fue cuando paré en el semáforo de aquella avenida y de
golpe, apareció el ruidito. ¿Qué carajos es si lo hace parado? Entonces es un
ruido del motor. Paré en la cuadra siguiente y me fui derecho a la tapa del
motor. La levanté y miré. Nada estaba fuera de lugar.
¿Será la bomba de agua? Me habían
enseñado a escuchar el ruido del rulemán de la bomba de agua con un mango de
madera. Pero ahora estaba en medio de la calle. Me pongo a buscar y un pedazo
de rama caída me sirvió para la escucha. La recogí del suelo y me fui derecho
para la Bola Roja que seguía en marcha.
Apoyé la rama sobre la bomba y nada.
Silencio total. La bomba de agua no era. ¿Entonces dónde está el ruidito? Bajé
la tapa del motor y me subí. Puse primera y salí andando en busca del ruidito
perturbador. Nada, silencio de nuevo. Me estaba volviendo un poco loco.
Caminé muchas cuadras sin ruidito y al dar
vuelta a la esquina apareció de nuevo en todo su esplendor. Mis oídos alerta
buscaban la ubicación en dónde podía estar el bendito ruidito. Ahora parecía
estar en las ruedas delanteras. Paré de nuevo y me fui derecho a la rueda
delantera de mi lado.
La sacudí y nada. Todo normal y sin
juego. Lo mismo hice del otro lado con el mismo resultado. Nada de nada. Sin defectos
o cosas sueltas. Arranqué y a las dos cuadras el ruidito parecía venir de las
ruedas traseras. Otra vez abajo y lo mismo que con las ruedas delanteras. Nada,
todo en orden.
La locura estaba alcanzando límites
insondables. Y el puto ruidito aparecía de nuevo. Ahora parado esperando el
cruce de la vía del tren. Por un momento la campanilla de la barrera automática
tapó el ruidito. Pero el muy guacho estaba ahí. Cuando crucé la vía me bajé
otra vez de la Bola Roja y nuevamente abrí el capot.
Todo en orden nada suelto y ahí el
ruidito no estaba. Paré el motor y el ruidito cesó. ¿Qué cuernos será? Lo puse
en marcha y me fui a encontrarme con los muchachos de la barra. Les conté del
ruidito y se rieron diciéndome que era un obsesivo con el auto. En parte tenían
razón, pero el ruidito estaba ahí, al acecho.
Por un tiempo, la charla con los muchachos
de la barra, me hizo olvidar del ruidito. De vuelta a casa el ruidito no
apareció. Se habrá arreglado lo que era, pensé ingenuamente. Lo guardé en el
garaje de casa hasta el otro día. A la mañana siguiente, cuando iba al trabajo,
el ruidito dijo “buenos días”. El maldito estaba presente y parecía que era un
asiento flojo. Tampoco era eso. ¿Serán dos chapas que se desoldaron? Pero no
parece ruido a chapa.
Al volver a casa le dije a mi viejo del
ruidito. “Y tendrás algo que se está por romper”, me dijo lo que no me
tranquilizó en nada. Con mi padre dimos una vuelta a la manzana y el ruidito no
apareció para nada. ¡Qué turro! La mecánica tiene esas cosas. A veces es un
reniegue permanente.
Mi viejo me dijo que se lo llevara a que
lo revisara Raúl, el mecánico de la familia. Casi un tío para mí. Al otro día
era sábado y me fui, bien temprano, para el taller de Raúl. Llegué antes que
abriera. A los diez minutos apareció Raúl. “¿Qué le pasa a la Bola?”, me dijo
antes de bajarse de su auto. “Tengo un ruidito”, le dije.
Antes de abrir el taller salimos a dar
una vuelta para escuchar el ruidito. Cerró su auto y se sentó en el asiento del
acompañante. Puse en marcha la Bola y salimos a la calle. Al dar vuelta en la
esquina apareció el ruidito. “¡Ahí está el ruidito!”, le grité a Raúl.
Simplemente me dijo que volviera al taller.
Abrió la cortina y entré la Bola. Estacioné
el auto dentro del taller y una vez que acomodó su auto vino al mío. Abrió la
puerta del conductor y se fue derecho al respaldo del asiento trasero. Ahí
estaba metido buscando algo. Para mí ya era chino básico. Solo esperaba que
encontrara el ruidito.
Luego de estar un rato buscando detrás
del respaldo del asiento trasero de mi Bola Roja, Raúl salió con algo entre sus
manos. Pensé que traía un rulemán destrozado producto del ruidito. Fueron
segundos los que tardó en salir, Raúl, del auto pero para mí parecieron siglos.
“Acá tenés tu ruidito”, me dijo Raúl. Al
abrir las manos vi un grillo. Ese era el emisor del ruidito que me torturó por
días. Un simple grillo. El grillo lo soltamos en el parquecito que tenía atrás
del taller, Raúl.
Cuando volví a pasar, a los quince días,
por el taller de Raúl me dijo: “La verdad que tu grillo es un quilombero. Hace
un ruido infernal allá atrás”, me dijo señalando el parquecito del fondo con
una llave estriada que tenía en la mano. Si lo sabré yo que lo tuve de copiloto
por días dentro de la Bola Roja.
Le dedico este relato a Juan Carlos
Garcia, el sabe el porqué.
Mauricio Uldane
Pueden
leer todos los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este
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