Durante muchos años trabajé duro por mi empleo.
Desde joven comencé a trabajar. Claro en aquellos años era nuevito para todo y
uno se va haciendo ducho con el correr de los años. Pero al principio fue un
poco duro. Mi jefe, el de toda la vida, no me perdonaba una.
Lo más duro era arrancar en las mañanas en pleno
invierno, cuando uno estaba calentito en casa, pero había que ir a trabajar, no
quedaba otra. A veces salíamos corriendo porque nos habíamos quedado dormidos.
A los tirones en las primeras cuadras, pero rápidamente entrábamos en calor.
Sin desayunar llegamos varias veces al trabajo. Uno
era joven y a la noche nos íbamos de juerga, de fandango como decía un viejo
que conocí. Cuando nos casamos las cosas cambiaron y con la patrona en casa
llegó el sentido común y tempranito en la cama para reponer las fuerzas para
enfrentar otro día de duro trabajo.
Era llegar al laburo tomar los pedidos y salíamos a
recorrer clientes. Teníamos un corretaje en el Gran Buenos Aires. Los pozos que nos
habremos comidos, pero cuando las cosas se hacen bien duran para toda la vida o
por muchos años.
Lo cual no quiere decir que cada tanto uno no tenga
una nana, pero nada más que eso. Algo pasajero que se puede reparar. Como una
lastimadura, un raspón. Una curita y todo se arregla. Además la patrona siempre
estaba ahí para darnos un mimo. Toda una mujer que fue y es una gran compañera
de toda la vida. Las cosas antes la hacían para durar mucho tiempo. Creo que ya
lo dije antes. Ese es el problema de hacerse viejo, uno se vuelve reiterativo.
Disculpen.
Las cosas comenzaron acomodarse y el jefe fue más
benévolo con nosotros y nos ascendió. Igual estábamos pateando la calle. De un
lado para otro. Pero las zonas eran elegidas. Ya no íbamos al barro. Eso le
tocaba a los novatos. Los recién llegados hacían el duro recorrido que hicimos
por varios años. Con sol en pleno verano, y sin aire acondicionado, o con
lluvia a raudales. Los limpiaparabrisas no daban abasto en alguna tormenta. El
frío que te calaba los huesos por más calefacción que encendiéramos. Pero no
mucho calor porque después había que bajar en los clientes.
Con el nuevo recorrido podíamos tomarnos un
cafecito de vez en cuando y almorzar tranquilo. Eran épocas donde no había teléfonos
celulares. Si necesitábamos hablar con la oficina usábamos un teléfono público.
Aquellos viejos y enormes aparatos de color negro de la empresa ENTel. Años más
tarde los pintarían de color naranja. Ahí empezaron a cambiar las cosas, para
bien o mal.
A los cinco años de casados vino el varoncito.
Tuvimos que salir de raje para la clínica porque la patrona como madre
primeriza no tenía los tiempos regularizados. Llegamos a los pedos a la
clínica. Entramos por la guardia y dejamos las puertas sin cerrar. Una vez
calmados estacionamos como corresponde. Por suerte Juancito nació sin
problemas. Un bebé hermoso. ¡Cuántas veces fuimos al pediatra! Los primeros
chicos son así. Una nana y de raje al médico. Pero siempre llegábamos a tiempo
y en forma.
A los dos años llegó la nena: Martita. Un primor de
chica. Ya éramos cuatro en la familia. Juancito viajaba solo en el asiento de
atrás. ¡Las siestas que se habrá pegado acunado por el vaivén de la suspensión!
En aquellos tiempos no había sillitas, ni cinturones de seguridad. Pero en la
familia siempre los chicos viajaron en el asiento trasero, aunque fueran
paraditos.
Martita y Juancito dormían, jugaban o iban sentados
en el asiento de atrás. Para ellos el auto era como su sala de juegos. Ya no se
hacen autos tan grandes. Un Rambler era grande en su momento y lo sigue siendo,
aunque debo confesar que han pasado como 50 años. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y lo
viejo que uno se pone!
Los cuatro comenzamos a ir de vacaciones a Mar del
Plata. Eran finales de los sesenta y el trabajo permitía esas cosas. El jefe,
siempre con cara de culo, pero reconociendo el buen desempeño nos había
ascendido de nuevo. Ahora éramos supervisores de zona. Menos patear la calle,
pero igual salíamos a controlar a los demás y ver a clientes especiales. Esos
que compran mucho más que los otros. Clientes preferenciales, con precios y
pagos acomodados.
Ya no solo podíamos tomar un cafecito y almorzar
tranquilos. Ahora a la noche podíamos ir al centro a ver una película a los
cines de la calle Lavalle. Los abuelos cuidaban de Martita y Juancito y la
noche era de los padres. Cine y pizza. En general los viernes, porque a esta
altura los sábados ya no laburábamos.
Cuando Martita tenía cuatro años, la noticia
inesperada por todos: la patrona estaba embarazada de nuevo. Pero esa no sería
la única sorpresa. Iban a ser mellizos. Sí, dos integrantes más en la familia.
Menos mal que el Rambler era grande. Sino dónde los metíamos a los dos que
estaban por llegar. Aunque faltaban como 7 meses para su nacimiento.
Antes no se sabía el sexo de los hijos hasta que
nacían. Salvando las distancias era como con las fotografías. Las tomabas y
tenías que esperar, hasta quince días o más, para verlas. Toda una ceremonia y
nada de ansiedad. ¿Les dije que los tiempos cambiaron? No lo recuerdo y como
estoy algo viejo me olvido si ya se los conté.
Nacieron los mellizos. Mabel y Pedro. Si vinieron
de los dos sexos. Para que estuviera balanceada la cosa. Creo que la madre
naturaleza pensó eso para la familia. También para el bolsillo de los padres:
con dos habitaciones, que ya existían, se arreglaba la familia, ahora de seis
miembros.
Los viajes de las vacaciones eran todo un jolgorio.
Los cuatro chicos atrás, los mellizos, ya eran grandecitos. Hubo temporadas en
la sierra, la playa y una vez nos fuimos hasta Bariloche. ¡Qué viaje papá!
Tuvimos que hacer noche en un pueblito perdido de la ruta, en medio de la
Pampa. ¡Cómo nos dormimos en esa ruta! ¿Me quieren decir a que ingeniero vial
se lo ocurrió hacer una recta tan larga? No nos matamos porque era de día.
Hasta los chicos se durmieron en el asiento trasero
por lo monótono del paisaje. Pero el viaje largo valía la pena para ver esos
lagos de la Patagonia. Nunca anduvimos por caminos iguales. La naturaleza nos
regalaba escenarios a cada vuelta del camino. Creo que fueron las mejores
vacaciones en familia. Los chicos ya estaban creciditos y cada uno empezaba a
tener sus propias necesidades.
El trabajo seguía muy bien. Subiendo paso a paso,
como decía ese director técnico de fútbol. Tanto que cuando el jefe se jubiló
nos dieron el cargo. Pero nosotros no éramos como él. Tratábamos a todos bien,
con justicia. Sin maltratos. Ahora ya no salíamos de la oficina. Era llegar y
estacionar. Recién salíamos a la tarde, porque el almuerzo lo hacíamos en un
barcito que estaba enfrente de la oficina, donde se comía muy bien y barato.
Comida casera, como decía la patrona.
El tiempo pasa y a uno le toca la jubilación. Los
chicos se casaron. Fuimos el auto de casamiento de todos. Ya viejo, pero en
funciones. Pero un día no salí más. Me taparon y me dejaron internado en el
garaje de casa. No era un modelo nuevo. Pero seguía siendo un Rambler, un auto
grande y de lujo. Había llegado a la familia como regalo del padre de mi dueño:
José.
Pero José enfermó al poco tiempo de jubilarse y no
me manejó más. No pudo. Ahora le dicen ACV (Accidente Cerebro Vascular) antes,
cuando era nuevo, cero kilómetro, a esa enfermedad la llamaban de otra forma.
Lo cierto es que José nunca se pudo recuperar. Pero yo quedé estacionado en el
garaje de la casa donde siempre estuve.
Cada tanto venía Juancito y me ponía en marcha. La
patrona: Luisa, le pedía que me pusiera en marcha. Y yo arrancaba como el
primer día. ¡Qué fierro decía Juancito! Para mí siempre fue Juancito, aunque
ahora tenga más de 40 años y tenga esposa e hijos. ¡Cómo me gustaría llevarlos
en el asiento trasero! Igual que cuando Juancito y sus hermanos eran chicos.
José un día nos dejó. Mejor para él ya estaba muy
mal, pobre. Las últimas veces vino al garaje y me acarició el capot. Creo que
fue su despedida. Hubiera tocado la bocina, pero Juancito me desconectaba la
batería por las dudas. Hacía bien. Un corto circuito me hubiera incendiado.
Para el entierro de José me limpiaron. Me pusieron
en marcha y nos fuimos para el cortejo fúnebre. La despedida de mi jefe. Todos
estaban ahí. Luisa, Juancito, al volante, Martita y los mellizos Mabel y Pedro.
Se acomodaron dentro de mí y partimos hacia el cementerio. No quisieron usar el
auto de la cochería. Todos dijeron que querían darle la última despedida a José
a bordo del Rambler, o sea yo.
Al volver Juancito le preguntó a su madre que iban
hacer conmigo. Lo sé porque la pregunta la hicieron dentro de mí. Así que
escuché toda la conversación. Todos, absolutamente todos, estuvieron de acuerdo
que yo seguiría en la familia. Nadie quería que me vendieran. Los melli
gritaron desde el asiento trasero ¡el Batatón no se vende! Los mellizos siempre
me llamaron Batatón. Y ese nombre me quedó.
Juancito les dije que yo era un clásico. Que
necesitaba un poco de pintura y algunos arreglos. Eso se podía hacer
perfectamente. Juancito, nunca pude decirle Juan, se encargó de todo. Tiene una
concesionaria de autos usados y cada tanto le cae un compañero de ruta de
aquellos años. Así que conoce muy bien el paño.
Me arreglaron y acicalaron. Quedé como nuevo. O
casi. Tengo unos 50 años de vida y eso para un auto, aunque sea grande y de
lujo, son un motón de años. Una bocha, como dicen los nuevitos. Esos que tienen
toda la trompa de plástico y de metal nada. En eso no nos parecemos ni un
poquito. Pero soy de otra época donde los autos veníamos de fábrica con unos
hermosos paragolpes cromados.
Lo que parecía el fin de mis días, tapado con un
cobertor en un garaje de la familia, se convirtió en otra cosa. La casa no la
dejé. Le sigo haciendo compañía a Luisa. Que de tanto en tanto me pasa el
plumero. Y hasta aprendió a ponerme en marcha. Se queda dentro mío escuchando
la radio. Por supuesto que es la de fábrica y solo AM, como era antes.
Yo creo que Luisa recuerda los viajes con José y
los chicos. ¡Qué bien que la pasábamos! Siempre salía en las fotos. El Batatón,
yo, estaba en esas fotos que luego iban a ir a parar al álbum familiar. Los
mellizos siempre eran los que más hinchaban para que estuviera en la foto de
las vacaciones. Creo que estoy en todas las temporadas.
Ahora cada tanto Juancito me viene a buscar para ir
a un encuentro de autos. Allí me reencuentro con viejos amigos de ruta. También
conozco a nuevos amigos. ¡Con cuántos Rambler me encontré en estos años! Sí,
por que ya van diez años que con Juancito vamos a los encuentros. Hasta en
algunos fuimos todos. La familia completa. Luisa, Marta, Mabel y Pedro con
Juancito al volante. Como en las viejas épocas.
Solo faltaba el jefe, José, pero estaba ahí. En el
tapizado, en el motor, dentro mío, aunque sea un auto clásico. Una vez nos
fuimos hasta Rosario con Juancito a un encuentro en un lugar hermoso. ¡Cuántos
autos había! De todas partes del país habían llegado autos de todas las épocas.
Contemporáneos y unos veteranos que hasta llegaron rodando como en sus años
mozos.
Después de cada encuentro Juancito me devuelve a
casa. Donde siempre viví, luego de la concesionaria de donde me sacó José. No
conocí otra vivienda. Por eso es la de toda la vida. Allí me cuida Luisa y
Juancito me saca a pasear. Visitamos a otros autos viejos como yo, pero que
todavía pueden andar sin estar remolcados por una grúa.
No es poco para un auto clásico como yo. Poder
seguir andando es gracias a los fierros viejos que me constituyen. Pero
sobretodo a la familia que me tocó como dueños. Desde el primer momento me
quisieron y cuidaron como a uno más de la familia. Por eso aparezco en las
fotos del álbum familiar. Que más puede pedir un auto clásico como yo.
Mauricio Uldane
Editor de Archivo de autos
Archivo de
autos es armado en un ciber por falta de recursos económicos ya que no cuenta
con financiación o publicidad de ningún tipo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Aquellos comentarios que sean anónimos, y que no tengan un nombre, o un nick, o un apodo, como firma, no serán publicados y se los considerará como spam. Se eliminarán comentarios con enlaces publicitarios de cualquier tipo. Los comentarios con insultos o políticos se eliminarán directamente.