domingo, 5 de enero de 2014

Dos autos y una casa rodante

Un viaje de vacaciones a Mar de Ajó en dos automóviles y una casa rodante. Un campamento frente al Mar Argentino a mediados de los años ’80. Un grupo de personas vacacionando en el mes de enero.

Parte del campamento en las playas de Mar de Ajó en enero de 1986.


Mi padre había comprado un Renault 6 GTL modelo 1981 de color azul y lo usaba para nuestros viajes de fin de semana a San Miguel. Cuando se acercaba el verano de 1986 decidió comprar una rural Ford Falcon modelo 1977 de color verde. Que estaba en muy buen estado y era el modelo de lujo, la que traía el vidrio de la luneta trasera eléctrico. Toda una tecnología para aquellos años en Argentina.

En vistas de la proximidad de las vacaciones, durante el mes de enero de 1986, compró una casa rodante usada. A la que la pusimos en condiciones en la casa de mi abuela Adelina en San Miguel. Hubo que arreglarle algunas cosas y pintar otras.

Así el equipo de transporte se integraba por la Falcon rural, tirando la casa rodante y el Renault 6. Semejante transporte porque seríamos nueve los integrantes de esas vacaciones  en las playas de Mar de Ajó en el verano de 1986.

El staff se integraba por mi padre, Lorenzo, la mando de la rural Falcon, mi madre, Rosa, mi madrina, Olga, mi abuela Adelina y mi tía abuela, Estela, los ocupantes. En el segundo vehículo, el Renault 6, los pasajeros eran, mi padrino, Oscar, la hija de él, Sonia, mi hermana, Alejandra y yo al mando, ya que mi padrino nunca aprendió a manejar.

Conformado el equipo partimos rumbo a la Costa Atlántica, por la vieja Ruta 2, hoy autovía, hasta el empalme con la Ruta 36, que nos llevaría hasta la Ruta 11, ya asfaltada para 1986. Con la consabida parada en Pipinas para reponer combustible y descargar las vegijas.

El viaje de ida fue sin contratiempos y de noche. Llegamos a Mar de Ajó muy temprano por la mañana. A unos nueve kilómetros, uno por persona, al sur de Mar de Ajó, armamos nuestro campamento, que parecía una pequeña villa veraniega.

Porque además de la casa rodante, que era para cuatro personas, llevábamos dos carpas, dos ante comedores, un alero y un baño. La casa rodante tenía uno de los ante comedores, que se adosaba a la carrocería y permitía otro ambiente donde realizábamos nuestras comidas diarias.

Mis padrinos habían llevado una carpa para cinco personas, pero solo ellos dos pernoctaban en ella. La carpa también les servía para guardar los bártulos con la ropa que usarían en las vacaciones.

Mis viejos y yo dormíamos en otra carpa para cinco personas, que por delante tenía puesto el otro ante comedor. Al cual mi padrino bautizó: “La matera”. Porque allí solían desayunar con mates con mi madrina. Un alero naranja, que había sido un sobretecho de una carpa era otro refugio en busca de sombra.

En casa rodante dormían mi tía abuela, mi abuela, la hija de mis padrinos y mi hermana. Así todos los integrantes del campamento tenían un lugar donde descansar por las noches. Ya que dormir la siesta era una tarea insana, por el calor que toman las carpas y la casa rodante. Lo mejor era estar a la sombra de un alero.

El campamento se complementaba con un baño de color azul. ¡Ah! Me olvidaba de la bomba de agua para tener agua dulce para lavar la ropa, los cacharros y la cabeza para sacarnos la sal del agua de mar del pelo. Y por supuesto la consabida soga para secar la ropa.

Otra vista del campamento de enero de 1986 en las playas de Mar de Ajó.

Un día apareció una señora que le pidió prestada, a mi padre, una plancha para cocinar unos bifes. Mi viejo averiguó sino la íbamos a usar y se la prestó. La mujer le preguntó: “¿a qué hora desarman todo y se van?”. “¿Cómo?”, le respondió mi padre. “Le digo a que hora se van de la playa”, dijo la mujer. “Señora nos llevó tres días armar todo el campamento”, le contestó mi padre. “¿Se quedan en la noche?” inquirió la señora.

Ante la nueva pregunta mi padre le dijo que hacíamos diez días que estábamos acampados en el lugar. La señora no podía entender y manifestó su miedo por la noche. Mi padre le dijo que el miedo lo teníamos, nosotros, durante el día cuando llegan los turistas a la playa. No por inseguridad, sino por intranquilidad.

Aquellos que tuvieron la suerte de acampara junto al mar saben de qué hablo. Al quedar casi desierta la playa la tranquilidad aflora. Como cuando llegan las gaviotas, de quién sabe donde, a comerse los restos de comida que dejaron los turistas en el día. Ahí es cuando la playa te pasa a pertenecer, por lo menos hasta el otro día a media mañana, cuando aparecen los primeros turistas con el fin de pasar el día.

Las compras de alimentos la hacíamos en el pueblo de Mar de Ajó en una carnicería y verdulería. Como éramos nueve para comer las compras eran abundantes. Tanto era así que solíamos salir del local con un cajón de madera lleno de alimentos comprados para saciar nuestro hambre. Un día al salir con el consabido cajón, que llevaban en andas mi hermana y la hija de padrino, ambas chicas de unos quince años, iban al coro de “somos muchos, somos muchos”.

Lo decían porque algunas personas que esperaban para hacer sus compras, miraban azoradas, como esas dos niñas salían con un cajón llevo de verduras, frutas y carne. Las chicas no querían pasar vergüenza por la cantidad de alimento que portaban en sus manos.

Para realizar las compras usábamos el Renault 6. Como cuando regresamos, un sábado a la tarde, de misa en la capilla de Mar de Ajó. Una tormenta se había armado como para alquilar balcones. Viento fuerte, muy fuerte, que volaba todo lo que podía a su paso. Nosotros nos metimos en el auto y salimos disparados para el campamento.

A bordo del Renault íbamos mi madre, mi tía abuela, mi madrina, la hija de ella, mi hermana y yo de chofer. El camino de regreso lo hicimos en santiamén. Volaba por las calles de tierra desiertas. Todo para llegar cuanto antes al campamento en el que habían quedado mi padre, mi padrino y mi abuela. Llegamos pronto. En la playa no quedaba nadie. Todos habían salido disparando por el frente de tormenta que se había armado.

El viento paró y la lluvia no fue nada en comparación con el presagio que anunciaba. Pero el susto igual lo tuvimos. Pensábamos que las carpas se las llevaba el viento, junto con la casa rodante. Por suerte nada de eso pasó. Son gajes de la vida de campamento.

Pero todo eso bien vale la pena por los quince días que se pasan en la playa. Eran la mejor forma de reponerse de las tensiones y cargas del año. Uno se energizaba para afrontar con mejores condiciones el nuevo año que había comenzado. Felices días de campamento junto al mar.

Mauricio Uldane
Editor de Archivo de autos



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