El plan era perfecto para ese fin de
semana. Mi amigo Juan Martín me pidió que le trajera del sur su Mini. Con ese
auto había participado en un rally en los lagos del sur. Esas carreras de
regularidad que solo son para gente muy rica y poderosa. Mi amigo solo es rico.
Juan Martín corría con todos los gastos.
Mi favor, porque me lo había pedido, era ir a buscar al Mini al estacionamiento
del hotel donde había finalizado el rally. Recogerlo y llevarlo hasta la ciudad
más próxima para que el domingo por la tarde lo subiera al camión plancha que
lo traería de regreso.
Así que el plan era tomar un avión hasta
el sur el sábado por la mañana y regresar el domingo por la tarde, luego de
embarcar el Mini, de la misma forma. Con lo cual mi amigo me “regalaba” un fin
de semana en los lagos del sur.
Acepté de inmediato. Esta época
primaveral era buena para conocer un destino turístico lejano y desconocido
para mí. Encima sin turistas dando vueltas por todos lados. Así que el plan me
pareció perfecto. Claro en teoría, pero qué podía salir mal.
Cuando llegué con el avión un auto me
estaba esperando en el aeropuerto para llevarme al hotel, que estaba ubicado en
las afueras de la ciudad. Todo lo había arreglado mi amigo Juan Martín. Él no
había podido embarcar el Mini porque en su empresa surgió un problema que
necesitaba de su urgente presencia.
Ya era cerca del mediodía cuando llegué
al hotel. Luego de presentarme en la conserjería y pedir las llaves del Mini me
enteré que tenía un almuerzo a mi disposición. Por supuesto que me estaban
esperando. Juan Martín lo tenía todo planeado. O casi todo.
Así que me quedé a almorzar en ese hotel
donde un día de alojamiento equivalía a una semana de mi trabajo diario. Lejos,
muy lejos, estaba en poder pagar semejante disparate. Ahora debo reconocer que
el ventanal del restaurante del hotel con vista al lago valía lo que te
cobraban.
No podía creer lo que estaba viviendo. Un
almuerzo de lujo en un hotel de lujo al lado de un lago de ensueño. Por un
momento pensé que me despertaría en algún momento, pero no fue así. Era la
realidad en ese sábado de primavera en el sur del país. Y encima estaba casi
solo comiendo, salvo esa pareja de suecos al otro lado del salón.
El resto era una calma chicha. Eso me lo
confirmó el mozo un santiagueño que hace 20 años está trabajando en el hotel.
“En esta época solo vienen algunos europeos, como esos suecos de allá”, me dijo
Carlos, así se llamaba el mozo. Estaba algo lejos de su provincia natal.
Almorcé tranquilo dilatando lo máximo el disfrute
de la comida, del paisaje y del hotel carísimo. Todo pagado por mi amigo en
recompensa porque le recogiera su amado Mini con el que había corrido el rally.
El estacionamiento del hotel había sido
el parque cerrado de ese rally. Además el lugar desde donde largaron y finalizaron
la competencia de regularidad. Claro había sido uno de los auspiciantes del
rally. Además de un montón de otras marcas de primer nivel. Casi me sentía en
Montecarlo, sin mar a la vista, claro está.
Según Carlos a Juan Martín no le había ido
nada mal en el rally llegando entre los 10 primeros, pero sin ocupar el primer
puesto. Me imagino que mi amigo no estaría muy contento con el resultado. Le
gustaba ganar siempre, desde chico. Lo sé porque lo conozco desde el jardín de
infantes.
Terminado el almuerzo no me quedó más
remedio que dejar el lujoso hotel y llevar el Mini hasta la ciudad. Ahí ya
tenía otro alojamiento reservado por mi amigo, sin tanto lujo. Pero nada
desdeñable por los datos que tenía. Faltaba un tiempo para eso.
Arranqué el Mini y me encaminé a la ruta
de montaña que me llevaría a la ciudad luego de recorrer unos 10 kilómetros. Me
dispuse a disfrutar del viaje por semejante paisaje sureño. Duró algo, al menos
disfruté un poco.
En una curva me encontré con una morocha
de rulos que agitaba los brazos al lado de la ruta. Tirado a un costado un
Renault 12 de color azul. “Se me rompió un extremo de dirección”, me dijo la
morocha al asomar su cabeza por la ventanilla del acompañante. ¡Qué perfume!
Fue la primera sensación en mi cabeza.
La segunda que la mina sabía de mecánica.
Me habló de extremo de dirección y no de una rotura en general. “Tengo que
llegar a la ciudad. Viene mi abuela desde el norte”, me dijo la morocha de
rulos. “Yo voy para allá”, le dije mientras le abría la puerta del auto de mi
amigo. No creo que se pusiera contento si se enteraba que había llevado a una
pasajera.
Pero en estos lugares apartados es común
“hacer dedo” para que te alcancen hacia alguna parte. Además la morocha había
tenido un problema mecánico y encima estaba sola. Pero no por eso parecía desvalida,
su presencia decía todo lo contrario.
Marisa se llamaba la morocha de rulos,
que se mecían al compás de su cabeza. “Justo hoy se tiene que romper el extremo
de dirección”, protestó Marisa mientras se acomodaba en el Mini al lado mío.
Cosas que pasan con los fierros viejos le dije, como para tranquilizarla un
poco.
“¿La radio funciona?”, me preguntó
Marisa. Le dije que creía que sí. Entonces me miró y me preguntó: “¿Cómo que crees?”.
Le confesé que el auto no era mío sino de un amigo. “¡Ah, vino a correr el
rally! Seguro que es un tipo de guita”, sentenció desde el asiento del
acompañante.
Tenía toda la razón del mundo, para que negar
ese pensamiento. Le conté cuál había sido el trato con Juan Martín para ese fin
de semana en los lagos del sur. Mientras Marisa buscaba en el dial de la radio,
que sí funcionaba, una emisora determinada.
En eso la voz de una locutora estaba
pasando mensajes. Raro los mensajes me parecieron a mí que vengo de una gran
ciudad. “Luisa avisa que la esperen en la ruta que llega esta tarde”, dijo la
locutora por la radio. Y así siguió un buen rato con mensajes de ese tipo.
Que Fulano esperara a Mengano con las
gallinas en la tranquera y otro tipo de mensajes que mi mente trataba de
decodificar. “¿Qué son esos mensajes?”, le pregunté a Marisa sin sacar los ojos
de la ruta de montaña. “Es la manera que tenemos de comunicarnos en el valle”,
me dijo.
Entonces me contó que los celulares no
servían para mucho cuando se dejaba la ciudad. Y era cierto había notado que
desde que llegué a la zona no tenía la menor rayita de señal. Pensé para mis
adentros que esta tecnología de avanzada podía dejarnos huérfanos en un
recóndito lugar del planeta.
En eso una noticia por la radio nos
paralizó a los dos. Más adelante en la ruta que nos llevaba a la ciudad se
había producido un alud. La ruta estaba totalmente cortada y se estaba
trabajando para despejarla. “¡Cagamos!”, dijo Marisa desde su asiento.
“¿Hay manera de llegar a la ciudad por
otro lado?”, pregunté inocentemente. Marisa me dijo que sí pero que nos
llevaría a un rodeo de unos 50 kilómetros y por una ruta de ripio. “¿Ripio?”,
dije casi en un grito pensando en el Mini de mi amigo.
Marisa me dijo que el ripio no le haría
nada al Mini. “¿No sabes que en Europa se cansaron de ganar rallys con estos
autos?”, me dijo entre un tono burlón y desafiante. Lo sabía pero no con el
auto de Juan Martín. Él pensaba en su oficina metropolitana que el Mini estaría
circulando por una linda carpeta de asfalto.
“El problema que ese camino no solo es de
ripio. Sino que es angosto y de cornisa”, me dijo Marisa y agregó: “¿alguna vez
manejaste en un camino así?”. Mudo estaba y negué con la cabeza. Tenía la boca
seca y mi lengua parecía de estopa.
“El tema es que si el alud sigue su
marcha bloqueará este camino que está más abajo. Para cruzar la zona tenemos
que apurarnos. De lo contrario quedaremos atrapados en este lugar hasta el
domingo a la tarde”, sentenció Marisa que como lugareña sabía de estas cosas,
mucho mejor que un citadino como yo.
“¿Qué hacemos?”, le pregunté mirándola a
sus ojos de un verde profundo. “Dejame manejar a mí”, fue su respuesta. Por un
momento una rara sensación me atravesó la mente. Pero enseguida comprendí que
era la mejor solución. Yo manejaría muy despacio por ese camino peligroso y
necesitábamos imperiosamente ganarle al alud.
Cambiamos de lugar y nos aprestamos a
realizar un viaje complicado. “Tenemos que llegar antes que sea muy tarde a la
estación de servicio del Paraje del Cóndor”, me dijo. La verdad no entendía
nada. Me explicó que en esa estación de servicio estaba el único teléfono fijo
de toda la zona. Lo necesitaba para avisarle a su abuela que llegaría más tarde
a buscarla.
Marisa me contó que había nacido en el
valle y que a los 12 años aprendió a manejar con el Fairlane de su padre. Así
que llevar al Mini por ese camino sería sencillo. Eso me tranquilizó un poco.
Pensando en el porte del Fairlane en un camino de ripio de montaña comparado
con el Mini de Juan Martín.
A un kilómetro salimos a la izquierda por
un camino lateral que nos llevaría a nuestro escape del alud. Unos metros de
asfalto y el ripio comenzó a ser el rey del camino. Así lo sería por los
próximos 50 kilómetros. Pero no sería lo único, más adelante nos encontraríamos
con un camino sin mantenimiento desde hacía mucho tiempo.
“Hacía mucho que no venía por acá. Desde
que hicieron la nueva ruta de asfalto no vengo. La verdad que está bastante
poceado”, me dijo la ahora conductora del Mini. Ahí comencé a darme cuenta que
Marisa era realmente una piloto destacable.
Solo había visto acciones similares en
pilotos de rally. Por momentos la aguja del velocímetro del Mini pasaba los 80
kilómetros por hora y yo pensaba en Juan Martín. El Mini se bancaba
estoicamente el mal trato. Rogaba en lo más íntimo de mí ser que nos llevara,
al menos, hasta el Paraje del Cóndor.
Por momentos Marisa tenía que manejar en
zigzag para esquivar los cráteres del camino de ripio. Porque la categoría de
pozos la habían perdido hacía mucho tiempo. Seguía maravillándome el manejo de
esta mujer nacida en la montaña.
En otras ocasiones teníamos que bajar la
velocidad por el lamentable estado del camino. Cuando podía le metía pata
superando los 80 kilómetros por hora y con picos de más de 90. Ya había
decidido no mirar el velocímetro y poner mis ojos en el camino.
“Cuatro ojos ven más que dos”, eso decía
mi abuelita. Y gracias a eso nos salvamos varias veces de volcar con el Mini.
La peor parte fue cuando ya en la ladera de la montaña el camino de cornisa
había perdido algunas partes.
Tanto que alguna rueda se quedó colgada
del precipicio. Precipicio que estaba justo en mi ventanilla como espectáculo
abismal. Un error de Marisa y calculo que serían unos 100 a 200 metros cuesta
abajo. “Cuesta abajo en la rodada”, la letra del tango se hizo presente en mi
cabeza.
Y se lo dije a Marisa que me sonrió sin
sacar los ojos del ripio y me dijo: “espero que por la salud de ambos no se
cumpla”. El temple de esa morocha de profundos ojos verdes era admirable. Por
un momento me asaltó la idea de porqué no se había dedicado a correr en rally.
No era el momento de distraerla con
estupideces. Era el momento de ayudar a llevarnos de una pieza al Paraje del
Cóndor. En una de las vueltas a la ladera de la montaña vimos el desastre que había
hecho el alud y cómo avanzaba hacía el camino de ripio por el cual íbamos a
pasar.
Justo casi al final había un viejo puente
de madera y el alud parecía decido a llevárselo por delante. “Tenemos que
ganarle al alud”, casi gritó Marisa. Terminó de decir y hundió su pie derecho
en el acelerador del Mini. El auto pegó un salto hacía adelante y salimos casi
disparados por el camino de cornisa.
Ahora ya parecía una montaña rusa. Me
agarraba de donde podía por los sacudones dentro del habitáculo. Yo rogaba que
el Mini se bancara el mal trato y que Marisa lograra cruzar el puente.
Mientras el alud seguía su loca carrera
hacía el puente de madera. Un error significaría no poder cruzar a tiempo. Era
cuestión de segundos, no ya de minutos. Mientras tanto seguíamos la carrera a
los tumbos con el Mini.
A la vuelta de la última curva apareció
el puente de madera a unos 100 metros. Marisa apretó más el acelerador. No
quise mirar el velocímetro. Solo miraba el alud que estaba a mi izquierda y
seguía avanzando como queriéndonos devorar a su paso.
Ya las ruedas delanteras del Mini tocaron
las viejas maderas del puente. Ya el alud de barro, árboles y demás cosas
arrastradas a su paso llegaba al mismo lugar. Al mismo tiempo que nosotros.
No sé cuanto tiempo nos llevó cruzar los
casi 50 metros del viejo puente. Me parecieron horas. Cuando las ruedas del
Mini tocaron otra vez ripio el viejo puente sucumbía al paso del alud. Un
crujido de madera sonó atronador detrás de nosotros.
Marisa no dejó de imprimirle velocidad al
Mini para separarlo del alud y todo lo que arrastraba a su paso. Recién frenó
casi a unos 100 metros del viejo puente que ya no estaba prestando sus
servicios. Pasamos justo, más que justo.
Creo que 5 segundos más tarde y
estaríamos siendo parte del alud que seguía cuesta abajo en la rodada. Al menos
no nos tenía como invitados. Marisa me miró a los ojos y me dijo: “Gracias por
confiar en mí. Esta vez nos salvamos”.
“Todavía nos falta llegar a la estación
de servicio. Pero ahora el camino es más tranquilo aunque esté poceado”, dijo y
reanudamos la marcha. Encendió la radio nuevamente para conocer las noticias y
los mensajes del valle.
Una hora más tarde llegamos a la vieja y
perdida estación de servicio del Paraje del Cóndor. Es una especie de lugar pintoresco
a los que llegan los turistas. Claro que por la ruta asfaltada del otro lado y
que justamente termina en ese lugar.
Ahí descubrí que también había una linda
hostería donde comer y hasta pernoctar si era del gusto del turista. Mientras Marisa
hablaba por teléfono a la Radio del Valle, así se llamaba la emisora, me
dediqué a revisar al Mini. Parecía estar todo en orden pese al viaje
accidentado que habíamos tenido hasta ese lugar.
“Ya pasé el mensaje para mi abuela. Y
también le avisé a mi viejo que el 12 se rompió”, me dijo Marisa. Ahí me contó
que el padre tenía la única grúa del valle porque tenía un taller mecánico. Le
pregunté cómo sabría su abuela de la demora y Marisa me respondió: “alguien le
avisará. Todos nos conocemos en el valle. Además todo el tiempo estamos
escuchando la radio”.
Me quedé tranquilo luego del estrés pasado
en el viaje. “Entonces te invito a merendar”, le dije. Aceptó con una gran
sonrisa y me confesó que el manejo del Mini en la cornisa le había abierto el
apetito. Era lo menos que podía hacer luego que nos trajera de una pieza, el
Mini incluido, al Paraje del Cóndor.
Tomando el café con leche, con unas
medialunas espectaculares, descubrí que Marisa era una mujer muy interesante y
no solo era una hábil conductora. Cosa que le dije porqué no había intentado
correr en el rally. Me contó que por una cuestión de falta de los recursos
necesarios y porque ayudaba a su padre en el taller mecánico.
Luego de almorzar reanudamos el camino
hacía la ciudad en búsqueda de su abuela. Nos encontramos con ella, otro
personaje digo de conocer, y con su padre que la había ido a buscar. Casi que
había conocido a toda la familia gracias al Mini de Juan Martín.
“Este es el Mini que quedó en el hotel”,
dijo el padre de Marisa cuando nos vio llegar. Marisa se encargó de contar
nuestra pequeña odisea y ahí descubrí otra cualidad de esta mujer: lo bien que
narraba historias.
Los despedí y me dispuse a pasar con
tranquilidad el tiempo que me quedaba para embarcar el Mini de Juan Martín.
Mientras recorrí algo de la ciudad del valle para hacer un poco de tiempo.
Antes que nada llevé a un lavadero al Mini para dejarlo en condiciones. El
camino de ripio lo había puesto a la miseria.
Nada estaba mal. Lo comprobé cuando lo
elevaron para lavarlo de abajo. “Anduvo en el ripio con el Mini, ¿no, don?”, me
dijo el muchacho que lo estaba lavando. “Sí”, le dije lacónicamente. No le iba
a contar la historia del Mini con Marisa. Seguro que no me creería una sola
palabra…
Mauricio Uldane
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