domingo, 1 de mayo de 2016

Mi vida con el Falcon

Lo conocí a Don Juan de casualidad. Hace tiempo que me pregunto si realmente fue una casualidad. Esa tarde en el bar de la esquina tomando un café me crucé con él. Desde ese momento mi vida cambió para siempre. No creo que fuera una casualidad.



El Bar La Amistad era mi punto de reunión a diario y mi base de operaciones, por así decirlo. Usaba la mesa del bar como un apéndice de mi oficina, aunque oficina no tenía y atendía mis negocios en mi casa a la vuelta de la esquina.

Todo quedaba circunscripto a una manzana. La manzana de mi vida, se podría decir. Esa tarde vino Don Juan a tomarse un cafecito y nos conocimos. Él no me buscaba y yo tampoco quería comprar un auto clásico. Pero una cosa lleva a la otra y pasó.

Pero no avancemos en la historia tan rápido que tiene sus bemoles. Para empezar Don Juan se enteró de mi pasión por los autos antiguos y clásicos. Estuvimos más de dos horas hablando de autos del pasado. Hasta que me soltó la bomba.

“¿Sabe qué tengo un Falcon desde cero kilómetro?, me dijo con una sonrisa pícara. La verdad que no tenía tanto tiempo de vivir en ese barrio para conocer su historia. Me había mudado no hacía más de tres meses, harto del anterior barrio más céntrico, ruidoso y multitudinario.

Amaba este nuevo barrio por muchas cosas. Por sus vecinos, sus veredas, sus sonidos y sus pájaros. Había perdido de la memoria el canto de los zorzales temprano por las mañanas. Ahora los tenía frente a mi ventana y eso ya era un buen síntoma para encarar el nuevo día.

Me interesó conocer un poco más del Falcon de Don Juan. Así que le fui haciendo preguntas para saber en qué estado se encontraba. “Si quiere verlo arreglamos un día y se viene para mi casa”, fue la invitación de este hombre ya anciano que parecía estar buscándolo un nuevo dueño a su Falcon.

Le dije que le avisaba cuando iría a verlo. En ese momento no pensaba comprar un auto clásico. No porque no tuviera el dinero, ni el lugar para guardarlo. Tenía ambas cosas. La casa que había comprado con la venta de mi departamento era bastante grande y con garaje.

Pero lo mejor de todo era que me había sobrado un resto de guita de la venta y no la había tocado, ni pensaba tocarla en ese momento de mi vida. Ya aparecerá algo en que invertirla. Pensé. No sabía dónde terminaría ese dinero, ni cómo cambiaría mi vida en un futuro no tan lejano.

Uno traza planes que la vida desbarata con una facilidad increíble. A veces me pregunto para qué carajos programamos con antelación ciertas cosas. Si suelen salir al revés de cómo pensábamos que saldrán. Por eso la vida me hizo entender cómo navegar en sus aguas, sin esforzarme tanto por salirme de la corriente.

No quiere decir que hiciera cualquier cosa, sino a tener una mejor predisposición para los cambios que nos tiene reservados la vida. Contra eso es casi imposible luchar. Mejor dejar que las cosas fluyan como dicen nuestros hermanos del Caribe. Si dejamos correr la vida, las cosas suelen encaminarse.

Una mañana que estaba en casa, luego de desayunar en el Bar La Amistad, suena el teléfono. Atendí pensando que era un cliente de los que llamaba para averiguar los precios y luego desaparecen como por arte de magia. Eran Don Juan preguntándome porqué no había ido a visitarlo.

“Mañana paso sin falta”, le respondí. “De ninguna manera. Después a la tarde, a la hora del mate, se viene para mi casa. Quiero mostrarle el Falcon”, casi me ordenó desde el otro lado del teléfono. No me quedó alternativa que cumplir su mandato. Era un anciano y con ellos nunca se saben si estarán mañana.

A la tarde con unos bizcochos de grasa, que compré en la Panadería La Ideal, caminé las casi cinco cuadras que me separaban de la casa de Don Juan. Me recibió con alegría y mate. Además de presentarme a su esposa, Doña Esther. Un encanto de señora que más de uno la hubiéramos querido de abuela.

Don Juan me contó la historia del Falcon de cuándo lo había comprado en el año 1966 y lo trajo por primera vez a esa casa donde mateábamos tranquilos. Por dentro me preguntaba porqué me contaba esta historia. Algo dentro de mí había descubierto las intenciones del anciano. Pero era prematuro formularme una teoría.

Luego que me contó la historia de su vida con el Falcon, Don Juan, me dijo: “Ahora quiero que lo vea y me diga que le parece”. Acepté y caminamos hasta el garaje donde descansaba su amado Ford Falcon modelo 1966. Estaba totalmente tapado con un excelente cobertor de plástico. Tranquilamente podría haber estado a la intemperie con semejante protección.

Encendió la luz del garaje y corrió la funda. Ante mí apareció un auto como salido de la concesionaria, no el día anterior, sino unos segundos más tarde. Estaba en un estado de conservación increíble. Todo parecía nuevo y sin uso. Pero en realidad estaba usado y tenía unos 90.000 kilómetros caminados.

Para un auto de 1966 era nada por la cantidad de años transcurridos. Casi, casi 50 años. Esto que les cuento ocurrió hace muy poco tiempo. He perdido un poco la noción de lo sucedido. Fueron muchos cambios en mi vida en pocos, poquísimos meses desde que conocí al Falcon de Don Juan.

Esa no fue la última visita a la casa donde vivía el Falcon. El anciano me hizo ir más de cinco veces para entrenarme, luego me di cuenta, para ser el nuevo propietario del Falcon. Un vendedor de una concesionaria diría: “segunda mano”. Así fue, Don Juan, quería que fuera el dueño de su Falcon.

Todavía no entiendo porqué me eligió a mí. Que ni siquiera era del barrio. Era un forastero si se quiere en ese lugar tranquilo. Me terminó vendiendo el Falcon y lo pagué con la guita que me sobró de la venta del departamento. Era el feliz poseedor de un auto clásico argentino. Uno de los más amados y  vendidos en el país.

Pero me lo vendió con la condición que todas las semanas lo llevara a dar una vuelta con su querido Falcon. Por supuesto que acepté. No le quedaba mucho tiempo de vida. Aunque yo no lo sabía en ese momento. Tenía una enfermedad terminal y antes de irse de este mundo quería que “su” Falcon estuviera en buenas manos.

Un día le pregunté porqué no se los dejaba a algunos de sus tres hijos, dos varones y una mujer. “Son tres pelotudos que lo van a cagar vendiendo a cualquiera”, me contestó. Comprendí que sus hijos no entendían el valor del Falcon para Don Juan. Yo que era un extraño de la familia tenía ese honor.

Los paseos semanales fueron muy interesantes para conocer la historia de ese anciano con el auto. El auto de su vida, que ahora empezaba a ser la mía de a poquito como quien no quiere la cosa. Yo no quería en un principio y ahora tenía casa con auto en un barrio periférico de la gran ciudad.

Llegó el día. Una mañana temprano recibí el llamado de Doña Esther: “Murió Juan”, simplemente me dijo del otro lado de la línea. Era de esperar. En el último tiempo había empeorado mucho y tuvimos que suspender los paseos en el Falcon. “Cuente conmigo para lo que necesite”, le dije a la ahora viuda.

Así fue como el Falcon estuvo presente en el velorio de Don Juan y el posterior cortejo fúnebre. Llevé a los deudos. Doña Esther con sus tres hijos, todos a bordo del Falcon, el último viaje para su antiguo dueño. Creo que en el camino al cementerio uno de los hijos comprendió el valor que tenía el Falcon para su padre.

“Por suerte el viejo te lo vendió a vos. Va a estar en buenas manos”, dijo desde el asiento de atrás. Lo miré por el espejo retrovisor y asentí con la cabeza. A mi lado Doña Esther me sonreía. Parecía como que la última voluntad de Don Juan se cumplía al pie de la letra. Como si él hubiera escrito el guión de una película.

Todo terminó por la tardecita con un fuerte abrazo de Doña Esther y la promesa que fuera a tomar mate una de esas tardes. Debía reponerme de la muerte de Don Juan. Sabía que pasaría, pero me costaba asumirlo. Los días siguientes fueron como nebulosos y poco recuerdo de lo que pasó.

Hasta que un sábado a la tarde que salí con el Falcon, como hacía con Don Juan, una mujer morocha, muy linda, me saludó desde la vereda. Le respondí el saludo, pero la verdad que no la había visto en mi vida. Una lástima porque la morocha, ya madura, merecía más que una mirada.

Pasaron los días y seguía nebulosa mi mente. En el medio un estudio por la mañana que me obligó a estar en ayunas y de regreso paré en el Bar La Amistad a desayunar. Serían más de las diez y media y la morocha que entra al bar.

No solo entra sino que me sonríe y se encamina hacia mi mesa. “Hola. ¿No es un poco tarde para desayunar?”, me dice. Pero qué le pasa a esta mina. Entró para retarme. La sonrisa la delata y rápidamente me di cuenta que me está tomado el pelo.

Lo único que falta que ahora las minas del barrio me tomen para el churrete. “Lo que pasa es que me tuve que hacer un estudio en ayunas y recién pude desayunar”, le respondí. Una sombra oscureció la sonrisa de la morocha. “¿Algo grave?”, me preguntó en un susurro y con un tono de voz que hizo que varias alarmas hormonales se sacudieran en algunas partes de mi cuerpo.

Le conté que era un examen de rutina nada más. Eso la tranquilizó y arremetió con: “Me enteré que le compraste el Falcon a Don Juan”. Le respondí que sí que antes de morir me lo vendió. “Sí, los hijos son unos pelotudos”, me dijo suelta de cuerpo. Hay algo dentro de mí que se sacude cada vez que una mujer hermosa putea.

No sé, pero las veo más hermosas. Se que estoy un poco tocado y no tiene arreglo, pero bueno, así me armaron de fábrica. “¿No querés tomar un café? Yo invito”, le dije. No quería quedarme solo con un saludo y un par de preguntas. La morocha bien valía la pena para una larga charla, café de por medio.

“Me llamo Susana”, me dijo dándome un beso en la mejilla. Luego de recuperarme de su calidez y su perfume le dije mi nombre. Estuvimos más de una hora charlando y le conté de mi relación con Don Juan y el Falcon. También ella me contó algo de su vida.

Para empezar no estaba en el país sino en México. Resultó que era antropóloga y había pasado los últimos seis meses conviviendo con una tribu en un trabajo de campo. Me acordé de la esposa de un compañero de trabajo, cuando los tenía, hace años que no pasa. También era antropóloga y en uno de sus viajes trajo una foto de un rancho que era la vivienda de unos tobas.

Instintivamente me salió decirle que parecía un country. Esto fue hace casi 30 años atrás cuando ese tipo de emprendimiento inmobiliario se estaba poniendo de moda en los alrededores de la gran ciudad. Lo que se rió Susana con mi ocurrencia de la juventud no tiene nombre. Bien a mi favor, un punto en humorismo.

No fue la única anotación. Fueron varias. Como las salidas con el Falcon o las visitas a la casa de Doña Esther. Resultó que Susana era vecina y conocía el Falcon desde chica. Además Don Juan la llevaba de paseo junto con sus hijos. Para Susana, el anciano muerto, era como un tío. Y lamentó mucho no poder estar presente para el funeral.

Comenzamos a salir más seguido, incluso fuimos a varios encuentros de auto con Susana y el Falcon. Hasta la dejé que lo manejara. Tendrían que ver cómo maneja. Es tan buena que en un viaje la dejé que manejara ella sola y yo dormí todo el trayecto de lo cansado que estaba por mi laburo.

A esta altura del partido debo decirles que el nuevo barrio no solo me dio una nueva casa, sino un auto clásico, amigos que parecen de toda la vida y lo más importante a Susana. Mi compañera de ruta. Todo porque Don Juan se sentó en mi mesa a tomar un cafecito en el Bar La Amistad. Recién ahora me di cuenta porqué se llama así.

Mauricio Uldane

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