A Nora la conozco desde que nació. Le llevo unos
diez años y siempre fui el hermano mayor. Era vecina del barrio donde vivíamos.
Nuestras familias eran amigas y siguen siéndolo pese a la cantidad de años transcurridos.
La vi crecer y convertirse en una hermosa mujer. Muchos, en el barrio, pensaban
que nos terminaríamos casando porque siempre andábamos juntos, pero para Nora
siempre fui un hermano.
Fue a mí a quién consultó, antes que a sus padres,
de la decisión de irse a vivir a Rosario por un trabajo que le ofrecieron.
Quería conocer mi parecer. Le dije que debía hacer lo que sintiera y no lo que
los demás le dijeran, aunque fueran buenas intenciones. Así que con su título
flamante de arquitecta partió para Rosario donde logró destacarse en su
profesión hasta lograr tener su estudio de arquitectura propio. Le puso Green Design
en honor a El Verde.
El Verde es el Chevy Malibú de mi familia que está
desde cero kilómetro y en el que mi padre nos solía llevar de paseo. El Verde
lo bautizó Norita, porque para mi familia siempre fue, es y será Norita. Tenía
unos ocho años cuando mi padre lo trajo de la concesionaria. Al verlo
estacionado junto a la puerta de casa Norita le dijo a mi papá, “Alberto te
compraste un auto verde”.
“Eso, El Verde, así se tiene que llamar el Chevy”,
sentenció Norita. Una cosa que debo decirles es que Nora es una fierrera
empedernida desde chica. Era raro que una chica, en aquellos tiempos, supiera
tanto de marcas y modelos de autos. Pero claro la pobre se pasaba horas en mi
casa donde no se hablaba de otra cosa que de fierros.
El otro día suena el teléfono de mi casa y al
atender la voz de Nora del otro lado de la línea me arrancó una sonrisa.
“Quiero que traigas a El Verde para mi casamiento. El Verde me va a llevar al
altar y el chofer vas a ser vos”, me dijo Nora desde Rosario, su nuevo lugar de
residencia desde hacía unos años. No era un pedido, sonó más a una orden.
“Pero Nora, Rosario no queda a la vuelta de casa”,
dije intentado disuadirla de llevar al Chevy desde Buenos Aires. “Ahora hay una
excelente autopista”, fue su respuesta. “Sino te queda la opción de subirlo a
un planchón y listo”, dijo sabiendo que estaba hiriendo mi orgullo. Cómo el
Chevy, que había heredado de mi padre, aunque este seguía vivito y coleando,
iría arriba de un remolque. Eso es para
autos descompuestos y no para El Verde que goza de muy buena salud.
“Hacete a la idea que vas a un encuentro”, me
chicaneó Nora desde Rosario. “Está bien, lo llevo andando”, dije resignado ante
la presión de Nora. Sabía que no podía ganarle la discusión. Además quería que
fuera a su casamiento y que fuera su chofer. Eso me lo había dicho hacía
tiempo, pero no que sería con El Verde.
Nora luego de lograr su asentamiento como
arquitecta se había enamorado de Ernesto, un cliente que la fue a ver por una
obra que necesitaba. En el transcurso de la construcción ya vivían juntos. Así
que luego de un par de años de convivencia habían decidido casarse. A Ernesto
tuve que conocerlo. Y digo tuve porque los celos de Ernesto eran grandes.
Es lógico Nora se la pasaba hablando de mí. De las
cosas que habíamos hecho en el pasado o los paseos que dábamos cuando ella
venía para Buenos Aires. Al verme y charlar un rato, Ernesto, pronto se dio
cuenta que no era un peligro para su pareja con Nora. Al contrario terminamos
siendo amigos y los autos hicieron el resto. Ernesto es otro fierrero
irremediable.
Así que también Ernesto quería conocer a El Verde y
que este los llevara de la iglesia a pasear por Rosario y luego al salón de
fiesta. Algo que es casi normal en estos tiempos que corren para autos clásicos
y antiguos. No me quedaba otra que alistar a El Verde para partir en un viaje
hacia Rosario. Lo que no sabía era que tendría que hacerlo en soledad. Bueno no
tan solo, iba con El Verde.
Mis padres me dijeron que no irían en el auto.
Demasiado habían viajado en el Chevy. Ellos se irían en avión. En mi trabajo me
debían un par de días por francos compensatorios que nunca terminaban de
dármelos. Esta sería la ocasión. Así que encaré a mi jefe y le dije que me
tenía que ir a Rosario al casamiento de una amiga muy querida y necesitaba esos
días que me debían. “Esta bien tomate el jueves y el viernes”, dijo mi jefe. Le
redoblé a apuesta y le dije que quería el viernes y el lunes. Puso cara de
pocos amigos, pero terminó por acceder. Soy su mejor empleado.
Tenía lo que quería viernes y lunes. Sabía que el
domingo la fiesta de casamiento de Nora terminaría a la mañana. Así que si
descansaba el domingo podía volver tranquilo el lunes por la mañana. Pero las
cosas nunca son como uno las planea. Por eso aprendí a no planificar mucho de
mi vida. Tenía dos semanas para preparar al Chevy. Siempre hay que hacerle algo
a un auto clásico. Los que saben del tema tienen en claro de qué hablo.
El jueves, antes del casamiento de Nora, luego que
salí del trabajo me subí a El Verde y me encaminé, solo, hacia Rosario. Preferí
salir a la tardecita para estar llegando a las primeras horas de la noche. En
cambio de salir en la mañana del viernes. Así estaría en Rosario más tiempo y
con mayor tranquilidad.
Todo iba de maravillas hasta un determinado lugar
de la autopista Buenos Aires-Rosario donde El Verde enmudeció. Se paró y se le
apagaron todas las luces. Se quedó sin electricidad de golpe. “¿Qué mierda
pasó?”, atine a decir casi en un grito. Busqué la linterna en la guantera, que
previamente había revisado que tuviera pilas, y destrabé el capot para
encontrar la falla que me acababa de dejar tirado a un lado de la autopista.
Levanté el capot y me puse a revisar si un borne de
la batería estaba flojo. Tengo la costumbre de descontar la batería cuando no
uso al Chevy por mucho tiempo y tal vez ahí estaba el problema. Pero no. Los
dos bornes estaban perfectamente ajustados. ¿Qué era lo que lo dejó sin
corriente? Hice un paneo por el motor y todo parecía estar en completo orden.
Volví a sentarme frente al volante y nuevamente
giré la llave de contacto. Nada. Ni un click hizo el muy desgraciado. Ahí es
cuando me puse a hablar con El Verde en voz alta, “¡como me haces esto en medio
del camino a casa de Nora! Con lo que te quiere ella. Vas a ser el que la lleve
al altar y me pagas de esta manera. Quedándote mudo en medio de la nada.
¿Querés que venga un remolque y te saque de la autopista y te deje tirado a un
lado. Si eso pasa te cierro todas las puertas y te dejo ahí abandonado. Me voy
solo a Rosario y que Dios te ayude”.
Luego de ese monólogo salí del Chevy y cerré la
puerta de un golpe. Algo nada habitual en mí. Pero estaba con mucha bronca.
Hasta le di una soberana patada a la rueda trasera. En eso veo que las luces
traseras estaban encendidas, lo mismo que las delanteras. ¿Qué pasó? No creo
que por mi patada volviera la corriente. Algo pasó y no sabía que era. Pero
antes que nada volví a abrir la puerta, me senté y giré la llave de contacto.
El 250 ronroneaba como un lindo gatito como si nada hubiera pasado en los
anteriores cinco minutos que estuvimos tirados al lado de la autopista.
“Gracias Verde, gracias por arrancar”, le dije en
voz alta. En eso se para al lado una camioneta de auxilio de la autopista.
“Todo bien señor”, me dijo el conductor. “Si, se paró pero ya arrancó de
nuevo”, le contesté. “Cualquier cosa nos llama al *600”, me dijo el tipo
reanudando la marcha. Habrá pensado que ando con este cachivache por la
autopista y de noche. Pero para mi sorpresa, al arrancar, me largó “lindo el
Chivo”, y se perdió en la noche de la autopista.
Reanudamos la marcha El Verde y yo. Sin problemas,
aunque estuve atento a cualquier sonido extraño hasta que llegamos a Rosario.
Nada absolutamente nada volvió a pasar. Al menos por ese momento y durante el
casamiento de Nora.
Nora me estaba esperando y no me dejó que fuera a
ningún hotel. Me había preparado una cama en un cuarto en su casa y fue Ernesto
que terminó de insistirme que me quedara a dormir con ellos mientras estuviera
en Rosario. Como no se iban de luna de miel estarían en su casa luego de
finalizada la fiesta de casamiento. Así que me hospedé con ellos y El Verde en
el garaje de la casa. Todo quedó en familia, o casi.
El sábado por la mañana Nora me dijo que había que
ir a buscar a los padres de Ernesto a la terminal de ómnibus y allá fuimos con
El Verde. Los padres de Ernesto estaban enloquecidos con el Chevy. El papá de
Ernesto había tenido uno del mismo color. Yo rogaba que no le pasara lo mismo
que en la autopista, pero El Verde se comportó como un verdadero Chevy.
“Lo tenes a gas”, me preguntó el padre de Ernesto.
Los que me conoces no me harían esa pregunta, pero este hombre no me conocía
así que traté de responderle gentilmente. “Pienso que el gas es para las
cocinas”, le dije. Y antes que me respondiera le agregué, “lo que pasa que lo
uso para pasear o para ir a encuentros de autos. Si lo usara todos los días seguro
que tendría dos tubos de GNC en su inmenso baúl. Trato que esté lo más original
posible”.
Quedó muy conforme el padre de Ernesto con la
pregunta y hasta le gustó mi forma de pensar. Entonces me preguntó, ¿nunca lo
llevaste a Autoclásica? Nora me miró como diciéndome cuidado con lo que vas a
responder. “No tengo el dinero para pagar el espacio en Autoclásica”, le dije.
Lo cual es cierto. Ahí este buen hombre descubrió que hay que pagar el espacio
para exhibir un automóvil antiguo o clásico en esa exposición. Cosas de la vida
fierrera.
Acto seguido fuimos a buscar a mis viejos al
aeropuerto de Fisherton. “Al final El Verde está haciendo el trabajo de un
remis”, le dije a Nora mientras íbamos a buscar a mis viejos. “Pero con clase”,
me respondió sonriente desde el asiento trasero. “Ella es así”, me dijo Ernesto
en el puesto de acompañante. Y era verdad era una pícara desde que nació.
Llegó la hora de llevar a la novia al altar junto
con el padrino y todo salió perfecto. El éxito de El Verde era demoledor.
Vítores y alabanzas para el Chevy. Luego con los novios a pasear por distintos
lugares de Rosario a los que fui guiado por ser desconocidos por mí. Fotos aquí
y allá. El lugar donde se conocieron y como testigo de todo eso, El Verde.
Dos horas más tarde llegamos al salón de fiesta que
tenía una entrada donde nos permitieron exhibir a El Verde, que quedó
estacionado en el lugar con custodia. Los invitados se cansaron de sacarles
fotos al Chevy. Por un momento pesé que le iban a gastar la pintura con los flashes.
En eso apareció Nora que me vino a buscar. “Deja a El Verde. Está en buenas
manos”, me dijo.
“Vení que quiero presentarte a alguien”, agregó tomándome
de un brazo mientras casi me arrastraba al interior del salón de fiesta.
Ahí estaba ella. Una cabeza llena de rulos negros.
Azabache diría yo. Natural como la mismísima miel, como el color de sus ojos
que me sonrían sin conocerme. “Ella es Roberta y quiere conocerte”, me dijo
Nora. Me pregunté para mis adentro porque querría conocer a un casi cincuentón
que maneja un Chevy de color verde. “Le hablado tanto de vos que al final quiso
conocerte”, me dijo Nora.
“Seguro que le contaste todas mentiras”, dije para
salir del paso y reponerme de la belleza demoledora de Roberta. “Nada que ver.
Todas las historias que me contaron de vos son hermosas”, me dijo Roberta. Soné
pensé para mis adentros. Estas rodeando con el rancho prendido fuego. Era casi
imposible resistirse a la sonrisa de Roberta. Sus ojos de color almendra
parecían sonreír con sus labios. Pero no como un encantamiento, sino como un
remanso donde querer quedarte para toda la vida. Esa mujer irradiaba paz y
amor. Pero de mística no tenía un solo pelo.
Esta demás decir que toda la fiesta estuve al lado
de Roberta. Conocía muy bien mi vida y mi gran pasión por los autos. Descubrí
con mucho asombro que ella era una gran conocedora por leer un sitio que se
dedicaba a los viejos autos que supimos conseguir. Eso fue lo que me dijo ella.
La verdad que el sitio nunca lo oí nombrar. Pero me juré que ni bien llegara a
Buenos Aires lo buscaría por Internet. Si le gusta a Roberta, a mi me tiene que
encantar.
Todo salió como lo habían planeado Nora y Ernesto.
Una fiesta increíble con sorpresas, más para mí que conocí a Roberta, y con El
Verde como un testigo mudo de todo lo vivido aquella noche. El fin de fiesta
fue que, como dije, los novios no se iban a ningún lado El Verde y yo los
llevamos a su casa. Es decir nuestra morada temporaria. Llegamos destruidos
pero felices, muy felices.
Dormimos hasta la tarde del domingo. Me desperté
por el sacudón de Nora. “¿Qué pasa?”, le dije. “Ya dormiste mucho”, me
respondió. Estaba fresca como una lechuga recién arrancada de la planta. Nunca
supe de donde saca esa energía que la motoriza. “¿Cuándo te volves para Buenos Aires?”,
me preguntó. “Mañana por la mañana”, le respondí. “Bueno será antes”,
sentenció. “Vos viniste solo. Bueno solo no, con El Verde”, me acotó. “Ahora te
vas de vuelta con una pasajera”, me dijo. “¿Una pasajera?”, pregunté con temor
porque me imaginé a una de sus tías latosas que conocía de toda la vida.
Pero no. Por suerte para El Verde y para mí, en
especial para mí, la pasajera sería Roberta. Cuando dijo su nombre me desperté
del todo y con una inmensa alegría. No terminaba de entender porqué tenía que
llevar a Roberta a Buenos Aires. “Ella vive allá. Solo vino para mi
casamiento”, me dijo. Parece ser que la llamaron de urgencia de su trabajo y
tiene que presentarse el lunes en su oficina. Ella pensaba volver a mitad de
semana.
Como no consiguió pasaje en ningún transporte
disponible se acordó de El Verde y su conductor. Sospeché algo pero no quise
pensar en una confabulación de las dos mujeres en mi contra. Otra vez la imagen
del rancho rodeado y prendido fuego en mi cabeza. “Dormí otra hora que yo te
llamo”, me dijo Nora. Está demás decir que no dormí nada pensando en Roberta.
Me levanté, me bañé y me dispuse a partir con El
Verde y la pasajera rumbo a Buenos Aires. Acaba de llegar a casa de Nora cuando
salía para preparar a El Verde. “¡Voy a viajar en El Verde!, exclamó Roberta ni
bien llegó a casa de Nora. La imagen del rancho seguía en mi cabeza. Pero la
figura de Roberta en jeans ajustados, muy ajustados, disipó a ese feo rancho
quemado, a esta altura del día domingo.
“Será un placer viajar de pasajera con vos”, me
dijo Roberta perforándome el cerebro con esos ojos color almendra. La sonrisa
era su arma más demoledora. Cuando tenga la suficiente confianza debo
advertirle del peligro de su uso en hombres. ¿O tal vez lo conoce y la está
usando a discreción? Será muy interesante averiguarlo en el viaje de regreso a
Buenos Aires.
Me comenzó a contar su vida con una narrativa
atrapante como su sonrisa y sus ojos. Sin hablar de sus rulos negro azabache
con sus pechos, mediano-grande, como esa categoría de autos, o sus caderas
espaciosas, como los asientos traseros de esos autos caros. En definitiva
Roberta si fuera auto, cosa que gracias al Cielo no es, sería de alta gama, de
altísima gama. Volviendo a su vida me la contó toda con lujos de detalles y de
cómo había conocido a Nora.
“¿Cómo es que nunca te conocí?”, le dije. “Porque
yo no vivía en Buenos Aires. Viví hasta la secundaria en un pueblo cercano a
Rosario y ahora vivo y trabajo en Buenos Aires”, me dijo. Terminó de decirme
eso y El Verde se volvió a quedar mudo cuando íbamos a Rosario. “Otra vez”,
dije. “¿Ya te pasó esto?”, me preguntó Roberta con cara de preocupación.
Entonces le conté todo lo sucedido el jueves a la
noche en la autopista. Justo en el mismo lugar, pero en sentido inverso. “¿Le hablaste
al auto?”, me preguntó con cara de asombro. Le dije que sí y si nunca le había
hablado a una máquina. Me confesó que le hablaba a su computadora a la que
había bautizado Tecli. Ah, tan loco no estoy, pensé para mis adentros. “Mi papá
le hablaba a su Torino rojo”, me dijo Roberta. “Una vez se lo robaron de la
puerta de casa y apareció a las horas con la puerta abierta y la radio
encendida”, me contó. “Nunca supimos que pasó”, me dijo. “No habrá sido un
sueño”, le respondí. Roberta se puso a reír y el mundo se detuvo por cinco
segundos. Creo que mi corazón dejó de palpitar en ese tiempo, pero no me morí,
todo lo contrario.
Seria Roberta me contó una historia trágica
ocurrida en esa autopista unos treinta años atrás. Una familia entera se murió
en un accidente en un Chevy muy parecido a El Verde justo en este lugar. Ella
lo recordaba con precisión porque vivía a unos pocos kilómetros y el micro que
la llevaba a la escuela pasaba por este lugar. Fue un impacto para ella, una
niña en ese entonces, ver el accidente. Una sombra ocultó su sonrisa
majestuosa.
“¿No se habrá parado El Verde en señal de duelo?”,
me dijo muy seria y mucho más linda que cuando sonreía. Yo estoy hasta las
muelas con esta mujer. Yo creía que estaba loco por hablarle al auto y esta me
hace una conjetura sobrenatural mecánica. Ni Stephen King se le ocurre una
historia semejante. “No puede ser que un auto se detenga por completo en señal
de respeto por un compañero de ruta accidentado”, le dije a Roberta.
“¿Cuánto tiempo estuvo detenido El Verde cuando
ibas a Rosario?”, me preguntó Roberta. “Unos cinco minutos”, le dije. Miró su
reloj y me dijo que era más o menos el tiempo que estábamos parados. La miré y
una especie de comunicación se produjo entre nosotros. Sin decirnos una sola palabra.
Giré la llave de contacto y El Verde arrancó. Otra vez los seis cilindros del
250 endulzaban mis oídos.
“Nadie nos va a creer esto”, me dijo mirándome a
cara. “Pero nosotros sí lo sabemos y la próxima vez que vengamos a Rosario lo
hacemos por otra ruta”, le dije. “¿Vengamos?”, me preguntó Roberta. “¿Qué? ¿No
pesas viajar más conmigo?”, le pregunté. Su sonrisa magistral apareció de nuevo
iluminando, en la noche, todo lo ancho de la autopista.
Guardamos un largo silencio pensando que había
pasado atrás en ese lugar siniestro. No le encontramos explicación. Pero lo que
sí encontramos fue una relación amorosa que nació en una fiesta de casamiento.
Al llegar a Buenos Aires la dejé en su casa con la promesa de vernos el sábado
siguiente para salir a pasear en El Verde. Así fue. No solo ese sábado, hubo
domingo de encuentros. El Verde y yo ya no estábamos solos ahora la teníamos a
Roberta, sus rulos, su sonrisa y sus enormes ojos color almendra. Que más se le
puede pedir a la vida de un fierrero como yo.
Nada. Roberta lo es todo. Es la pieza que me
faltaba para ser un hombre amado por alguien que está tan loca como yo. Quién
dijo que todos somos cuerdos. Lo que pasa que nadie nos vio debajo de una lupa.
Para eso yo tengo a Roberta que la saco a pasear en El Verde y la verdad entre
los tres somos muy felices.
Mauricio Uldane
Pueden leer
todos los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este enlace: http://archivodeautos.blogspot.com.ar/p/relatos.html
Archivo de
autos es armado en un ciber por falta de recursos económicos ya que no cuenta
con financiación de ningún tipo.
Estimado Mauricio. anteriormente te había escrito para comentarte una anécdota de los motores de las Daihatsu pan lactal cuando publicaste una nota de la Suzuki 850 que vendían en Alemania, pero realmente esta idílica historia que contaste me dejo conmovido en este flaco y aburrido domingo porteño. Me encantan los relatos que haces con tanta pulcritud y con los matices de un gran escritor que tenes. Se nota lo bohemio y conservador que sos, quizás me equivoque pero esa es la imagen que das desde el anonimato de la virtualidad de un blog. Ojala concretes a la brevedad la compra de tu pc! Tal vez con lo que gastaste en el cyber todos estos años hubieras tenido una maquina de ultima generación, pero como decis vos, esa es otra historia. Te deseo lo mejor para tu vida, junta con esa hada que conociste alla en el casamiento de tu amiga. Un abrazo grande de Leonardo.-Buenos Aires, noviembre 15 de 2015
ResponderBorrarLeonardo:
BorrarPrimero quiero agradecerte que te tomaras el tiempo de leer este relato. Segundo decirte que desde agosto de 2014 todos los relatos publicados son de ficción. Nada de lo escrito existió en realidad. Puede ser que un dato sea real pero está dentro de una historia imaginada.
En cuanto a conseguir una mejor computadora lo veo verde en especial cuando de los 14.000 seguidores que tiene Archivo de autos en Facebook solo tres están dispuestos a ayudar en forma económica. Incluso uno de ellos ya me depositó una suma de dinero el viernes 13 de noviembre. Cuando comenzamos a hablar de ayuda económica la mayoría silba bajito y mira para otro lado...
Gracias por tus palabras, no se si seré un escritor, tal vez lo sea y todavía no me di cuenta.
Saludos.
Mauricio Uldane