Una compañera de estudios, una bicicleta verde y un
viaje de vuelta a casa. Todo eso en los años ochenta en la ciudad de Buenos
Aires cuando el autor del relato era un joven de veintitantos años de edad, por
ahí pasará la historia de hoy.
Cansado de tomar dos colectivos para llegar desde
mi casa a la facultad decidí comenzar a andar en bicicleta. Corría el año 1981,
para ser precisos a mediados de ese año, y luego del receso de las vacaciones
de invierno me largué por las callecitas de Buenos Aires al mando de mi
bicicleta verde con freno a varilla y neumáticos tipo reparto.
Por aquellos años estaba cursando la carrera de
Veterinaria en la
Universidad de Buenos
Aires (UBA) en el predio del barrio de Agronomía. Llegar desde el barrio de
Recoleta hasta la facultad me demandaba tomar el colectivo 93 o 108 hasta la Avenida Corrientes
y Dorrego y allí esperar al colectivo 78 que me dejaba en Avenida Warnes y
Chorroarín.
Aquellos que conocen el predio de las facultades de
Ciencias Veterinaria y Agronomía saben la cantidad de hectáreas que ocupa. De
hecho es una zona aeróbica para muchos de los vecinos de los barrios Villa del
Parque y Agronomía. Así que caminar dentro de la facultad es una de las
prácticas habituales para los estudiantes que son simples peatones.
Un primer viaje desde Avenida Las Heras y Galileo
hasta la facultad de Veterinaria me demandó una hora y unas piernas que
temblaban. Pero había logrado mi objetivo: no tomar más dos colectivos de ida y
vuelta. Tarea que llevaba, en el mejor de los casos 45 minutos de mi vida. Eso
era a principios de la década del ochenta. Hoy esa distancia debe demandar el
doble de tiempo o por ahí anda.
Los sucesivos viajes y las mejoras por las calles
elegidas, que en un principio eran de poco tránsito y laterales, bajé el tiempo
del viaje en mi bicicleta verde a 40
a 45 minutos netos. Es decir que tardaba lo mismo que
los dos colectivos o menos y de paso hacia ejercicio. Ejercicio que me mejoró
mi cuerpo en mente y físico. No en vano usé la bicicleta como medio de
transporte por 20 años, hasta el año 2001. Luego me dediqué a caminar, como en
la actualidad.
El año 1982 fue una bisagra para mí y para el país
por una insensata guerra en Malvinas. Creo que ambas cosas me hicieron
reflexionar que la carrera de veterinario no era para mí. Aunque de chico
pensaba que iba a ser mi profesión la realidad me indicó que no era lo mío.
Incluso pensé en estudiar Biología y me corrí hasta la Ciudad Universitaria
para averiguar si podía seguir cursando allí. Pero sin ningún convencimiento de
mi parte.
Tal vez el comentario de un compañero de estudios
me hizo comenzar a evaluar la posibilidad de cambiar de aire con respecto a mis
estudios. Mi compañero iba a comenzar los estudios para ser locutor nacional en
el ISER (Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica). En ese momento pensé que
podía seguir la carrera de periodista.
En 1982 no existía la licenciatura de ciencias de
la comunicación. Solo, en la ciudad de Buenos Aires, se podía cursar la carrera
de periodista en el Mariano Moreno o en el Círculo de la Prensa. Hacia esta última casa
de estudios fue que apunté mis cañones de posible estudiante.
Al año siguiente, 1983, me encontraba trabajando en
la Secretaría
de Cultura de la Nación ,
que por aquel tiempo dependía de Presidencia de la Nación y seguiría en ese
ámbito con el regreso de la democracia de la mano de Ricardo Alfonsín.
Todas estas líneas previas fueron para ponerlos en
ubicuidad de tiempo y espacio. Corría el año 1983 y comencé mi carrera de
periodista que me demandaría tres años de vida. Así que para finales del año
1985 egresaría con mi título de periodista para poder trabajar en cualquier
medio que me quisiera recibir.
Luego de mi jornada laboral en la Secretaría de Cultura
me encaminaba hacia el Círculo de la
Prensa para convertirme, por unas horas, en estudiante. Así
llegamos al año 1984, el segundo de la carrera de periodista. Para entonces las
autoridades del Círculo de la
Prensa tomaron la decisión de unificar dos comisiones de
alumnos. Unieron las dos últimas comisiones del día. La última era a la que
asistía recibió estudiantes que cursaban la carrera en un horario anterior.
Así fue como tuvimos nuevos compañeros en el
segundo año de la carrera y pasamos a estar en el segundo piso de la casa donde
se cursaban las diferentes materias. Entre los nuevos estudiantes estaba Lidia.
Muchos compañeros, en especial los recién incorporados al turno noche eran
propietarios de automóviles que dejaban en el estacionamiento a cielo abierto,
que todavía está, al lado del Círculo de la Prensa , que no existe más, en la calle Rodríguez
Peña 80.
Luego de algunos robos parciales, que sufriera mi
bicicleta, comencé a dejarla en ese estacionamiento contiguo sin costo alguno.
Salvo que cada tanto les hacía algún regalo a los encargados de la playa. Pero
al menos mi verde bicicleta estaba a salvo de agresiones. Ahí quedaba mi bici
al lado de la caseta del encargado de la playa con cadena por las dudas, pero
con la posibilidad de moverla si era necesario.
Un día en el que no habían concurrido los
estudiantes que siempre venían con autos al salir pasó algo que todavía
recuerdo pese a que han pasado 30 años. Ese día, no se porqué motivo, hubo un
gran ausentismo de estudiantes. Pero Lidia estaba presente. Por mi parte
concurrí como todos los días que había clases. No tenía inconvenientes con mi
horario laboral. Al trabajar como empleado administrativo estatal la jornada concluía
siempre a la misma hora.
Al finalizar las clases comenzamos a emprender
nuestro viaje de regreso a nuestras casas para el reparador descanso diario. Al
salir Lidia me pregunta “¿para donde vas?” mi respuesta fue “acá al lado, al
estacionamiento”. “Bueno te acompaño” me dijo Lidia. No la conocía lo
suficiente así que pensé que iba en busca de su auto, porque la había visto
varias veces ir hacia la playa de estacionamiento.
Como les dije varios de estos nuevos compañeros
venían en auto y nos cruzábamos en el estacionamiento. Pero todavía nos
estábamos conociendo. Así que cuando Lidia encaró para la playa pensé que
buscaba su auto. Por mi parte comencé con los preparativos para ponerme en
marcha con mi bicicleta para llegar a mi casa a cenar y ducharme. Luego vendría
el descanso hasta el otro día.
Los saludos de siempre con el playero que se
quedaba durante toda la noche, y que tomaba servicio cuando esta asistiendo a
clase. En eso veo que mi compañera Lidia pega la vuelta y sale caminando de la
playa hacia la vereda. Como iluso y joven pensé que se había olvidado algo o
que iba al quiosco a comprar alguna cosa.
La despedida hasta el otro día y salí a la calle
Rodríguez Peña para luego tomar la Avenida
Rivadavia , para luego girar por la Avenida Callao. Ese era parte
del camino de todas las noches. Los semáforos hacían ese trayecto, de casi dos
cuadras, un tanto largo. Así que había alguna demora para realizarlo.
Mi sorpresa vino cuando sobre la Avenida Rivadavia ,
a mitad de cuadra, estaba Lidia esperando un colectivo. “¿Qué pasó?” tronó en
mi cabeza. La duda me siguió hasta la Avenida
Callao y Bartolomé Mitre, a la vuelta de donde Lidia esperaba
el colectivo, que no recuerdo el número.
Ahí esperando la luz verde del consabido semáforo
mi mente resolvió el dilema: Lidia creyó que tenía un auto estacionado en la
playa y por eso me acompañó hasta el lugar. Parece ser que, a Lidia, cualquier
bondi (colectivo, para aquellos que no manejan el lunfardo porteño) la dejaba
bien o cerca de su casa.
Pero recién me enteré al otro día o días más tarde,
no lo recuerdo bien, tengan en cuenta que pasaron 30 años. Porque Lidia se
subía al auto de varios compañeros de estudio y los rumores, siempre esos
malditos rumores, no hablan bien de la reputación de ella. Lo que a mí no me
consta, pero vieron como son los chismes con una persona.
Tuve de compañero a Gustavo que ahora es secretario
de redacción de una revista mensual y cuando le conté lo que me había pasado
con Lidia no paraba de reírse. “Se creyó que tenías auto” me dijo. Claro que
eso fue lo que pasó. El desconocimiento era mutuo porque mis compañeros del
primer año sabían perfectamente que asistía a clase con mi bicicleta verde,
algunos de ellos me acompañaban cuando la desencadenaba de las rejas del
Círculo de la Prensa
y podía la valija con las sogas elásticas.
El relato de hoy no tiene un auto como
protagonista, sino una bicicleta verde con frenos a varilla, pero el espíritu
automotor está presente, sino Lidia no me hubiera acompañado hasta la playa de
estacionamiento de la calle Rodríguez Peña en el año 1984.
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Mauricio Uldane
Creador y editor de Archivo de autos
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