Un
vago recuerdo de mi infancia temprana me hizo recordar esta vieja fotografía
del Chevrolet 1939 de mi padre. Precisamente con ese auto fuimos de pesca al
río Samboronbón a principio de la década del ’60.
En la foto aparece mi abuelo paterno a la derecha y su peluquero a la izquierda. La foto fue tomada el 4 de octubre de 1962. |
Tendría
unos dos o tres años de edad cuando mis padres decidieron ir un domingo de 1963
o 1964 a
pescar a la bahía de Samboronbón por la vieja Ruta 11, que era de tierra por esos
años. Cosas de jóvenes ir a la mañana temprano para volver a la tarde. Solo
para ir a pescar.
Ahora
con más años vividos creo que el ir a pescar era la excusa perfecta para salir
de paseo. A bordo de un viejo Chevrolet 1939 que poseía mi padre iniciamos el
rumbo hacia el río Samboronbón.
El
solo hecho de tomar la Ruta
11 en su inicio en la localidad de Magdalena, en la provincia de Buenos Aires,
era toda una pequeña aventura en los años sesenta. Árboles, pájaros, animales
diversos eran el paisaje natural que te acompañaban a lo largo de los
kilómetros recorridos en esa ruta asentada en conchilla. El zumbido de las
ruedas del auto sobre esa superficie perdura en mi mente, luego de pasadas
varias décadas. Como los lomos de burro
o las sinuosas curvas que tenía esa Ruta 11. Las cotorras ponían la nota
bochinchera, la música, para ese espectáculo de tierra, pasto y un cielo muy
celeste. Realmente era una fiesta para
los oídos y los ojos.
Un
viaje por aquella ruta era energizante. El olor era particular. Una mezcla de
naturaleza salada, por la proximidad del mar, mezclado con los aromas propios
de árboles y frutos. Un remanso que se extendía por kilómetros. Aquellos que
tuvieron la suerte de hacer ese recorrido sabrán de qué hablo. Los demás se tendrán
que conformar con estas líneas escritas por alguien que las vivió siendo muy
niño.
Lo
que recuerdo vagamente de ese viaje era el pedido insistente de mi madrina,
Olga Punko, una joven por aquellos años. Tenía hambre y había llevado para
comer un frasco de berenjenas en escabeche, que le había preparado su madre, la
Tía Chencha. Las cuales esperaba degustar a
la llegada al lugar de pesca.
La
cuenca del Salado-Samboronbón es una zona anegable dedicada a la ganadería. No se
pueden tener sembradíos porque ambos ríos de llanura se desbordan con
frecuencia por las lluvias. Esa zona está plagada de canales laterales a ambos
ríos. Algunos naturales y otros aliviadores de las lluvias.
Por
ser una zona ganadera por excelencia abundan los molinos de viento. Tanto para
crear aguadas para los animales, vacas y caballos, como para consumo humano.
Así que sobre la vera de la Ruta 11 era
habitual ver baterías de molinos, unos al lado de otros. Ese era uno de los
divertimentos del viaje. Contar cuántos molinos había juntos en un determinado
paraje.
Ante
la insistencia de mi madrina Olga en conocer cuándo llegábamos a destino, mis
padres, le decían después de los tres molinos, que están juntos. Pasamos varias
baterías de molinos y no llegábamos a la dichosa bahía de Samboronbón.
Así
que ante la nueva aparición de una serie de molinos se repetía la frase “ya
falta poco” de mis padre. Pero la ansiedad de mi madrina iba en aumento.
Llegamos al río Samboronbón. Si no
recuerdo mal como a las 11 0 12 del día domingo. Ahí pudo, mi madrina,
disfrutar de sus berenjenas en escabeche.
Los
hombres se dedicaron a armar sus equipos de pesca y se pusieron a perder el
tiempo lavando sus lombrices. Porque como dije antes, la excusa era ir a
pescar, pero de pescar nada. Volvimos con las manos vacías.
Vacía
las manos y plenos de dicha por pasar un día en un pequeño paraíso bonaerense.
Allá a los incios de una década que fue gloriosa para muchos y en la me tocó
vivir mi infancia temprana.
Mauricio Uldane
Editor de Archivo de autos
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