domingo, 27 de noviembre de 2016

La búsqueda

Aquella tarde de noviembre estaba delante del teclado de mi computadora mirando el monitor. Ni una idea. Nada de nada. Tenía que escribir un relato para ese domingo que estaba a la vuelta de la esquina. Sonó el teléfono. Era Roberto del otro lado de la línea.



“¿Qué estás haciendo?”, me dijo. Le respondí que tratando de escribir un relato, pero que las ideas se habían tomado vacaciones anticipadas. “Tengo una historia que te puede interesar para tu sitio”, dijo Roberto provocando una cierta curiosidad.

Ante nada que escribir, la historia de Roberto podía ser interesante. Siempre tiene alguna anécdota propia o ajena para contarme. Sabe que pueden ser la fuente de inspiración para un relato dominguero. Muchas veces he usado sus historias.

Es un secreto entre ambos y el disfruta leer en su computadora la historia que me contó. Además le gustan los “adornos” con los que compongo el texto. Pero a veces creo que sus historias son inventadas de cabo a rabo. Le he dicho que las escriba y que no tendría problemas en publicarlas.

Tampoco es un sitio dedicado a la literatura. Son simples historias para disfrutar en un domingo, en el día de descanso. Al menos en esta parte del mundo que conocemos. Simplemente historias con un ingrediente fierrero. A veces más entretenidas que otras.

“Venite para el Bar La Amistad que te cuento de qué se trata”, me dijo Roberto antes de cortar la comunicación. Me quedé pensado si ir, o no. No había escrito una sola línea para el relato del domingo. Pero tampoco tenía la menor idea sobre qué escribir.

Así que apagué la computadora y marché para el bar del barrio donde me esperaba mi amigo Roberto. Hace muchos años que lo conozco y siempre ha sido un tipo entretenido. Estando junto a él seguro que no te aburrís. Además tiene la cualidad innata de lograr que tus problemas desaparezcan. Al menos mientras estés en su compañía.

Ya me estaba esperando en la mesa de siempre. Esa que da a la ochava donde se puede ver el movimiento del barrio. “¡Qué suerte que viniste!”, exclamó al verme entrar por la puerta vaivén del bar. Le dije que vine porque no tenía la menor idea que escribir para el relato del domingo.

“Perfecto. Entonces me podes acompañar al campo”, me soltó ni bien me senté enfrente de él. “¿Al campo?”, lo interrogué muy extrañado por la invitación. “Si nos vamos mañana y podes estar de vuelta para el viernes. Serían dos días. A la vuelta tenés el tiempo de sobra para escribir tu historia del domingo”, me dijo casi en una sentencia.

En parte tenía razón. Si la historia era buena dos días me alcanzaban de sobra para terminar de escribir el relato del domingo. Ahora si no había nada que contar tendría que recurrir al archivo de relatos. Ya lo hice en otras oportunidades y no es algo que me convenza demasiado.

Claro que siempre el público se renueva como dice la anciana diva de los almuerzos televisivos. Pero eso no justifica la falta de ideas y de creatividad. Ambas escasas por estos tiempos que corren. Cuando aparece una buena idea todos salen a tratar de copiarla. A veces con resultados desastrosos.

El plan de mi amigo Roberto era ir en búsqueda de un dato que alguien le había deslizado. Casi como un secreto: había en un campo perdido un Fort T cero kilómetro en su caja original. Caja que le hacía las veces de garaje y era el lugar que le había servido de transporte desde Estados Unidos.

“El dueño hasta le hizo una puerta para entrar a la caja. Dos o tres veces por semana lo pone en marcha con un manijazo. Hasta los neumáticos no han rodado. Le puso tacos para que no apoyen en el suelo”, me contó Roberto con un entusiasmo digno de un chico con un juguete nuevo.

“Esa historia ya la escuché varias veces. No deja de ser una especie de leyenda urbana”, le respondí pinchándole la gran búsqueda que pensaba comenzar a realizar al día siguiente. Y era cierto, había oído esa misma historia con variantes a lo largo de muchos años.

Pero mi amigo me aportó datos precisos del lugar dónde se encontraba el Ford T. El nombre de la estancia y del propietario. El actual, porque el original había fallecido. “¿Estás seguro de lo que me decís?”, le pregunté con un tono de desconfianza, que rápidamente notó Roberto.

“La persona que me lo dijo es altamente confiable y jamás me ha pasado datos incorrectos. Es más, cuando no tomé en cuenta lo que me contaba, me equivoqué”, me dijo muy serio. Entonces pensé que no había más que decir y era hora de hacer. Viajar al otro día, temprano, hacia la estancia en cuestión.

Partimos al alba, como se suele decir. Una tortura para mí que suelo acostarme muy tarde, o muy temprano de acuerdo a cómo veas el día en cuestión. Así medio dormido desayuné y me preparé para el bocinazo de mi amigo en su Hilux. No tardó nada en ocurrir y tuve el tiempo justo para prepararme para mi partida hacia la inmensidad del campo argentino.

Viajar con Roberto me permitió hacer una siesta por la mañana. Odia que alguien maneje su camioneta, incluso ni a mí me deja hacerlo. Tampoco se lo pido, lo conozco muy bien como para eso. Por lo tanto la siesta fue reparadora y me desperté cerca del mediodía.

Todavía nos faltaba un tramo para llegar y fue en una estación de servicio, perdida en la ruta, que paramos a comer. Tenía al lado una especie de hostería donde los camioneros almorzaban. Eso fue lo que motivó a Roberto a parar a descansar y comer algo liviano.

En el almuerzo seguía tan entusiasmado con encontrar el Ford T dentro de su caja que en el fondo de mi mente esperaba que no se decepcionara. Los datos que tenía, aunque precisos, podían ser ciertos, pero el tiempo cambia muchas cosas. Más si en el medio hay herederos que solo quieren el dinero contante y sonante. No era la primera vez que pasaba.

Por eso en la comida traté, en vano, de hacerle comprender que el Ford T podía no estar más, si había estado, en esa estancia perdida en el campo argentino. En definitiva pueden ser historias de boliches y bares. Que los lugareños inventan para divertirse.

Les van agregando detalles a medida que la historia pasa de boca en boca. Es una especie de literatura oral. La primera que conocimos los seres que caminamos sobre este planeta. Narración oral, real o no. Cuando dejó de ser real nació la literatura, aunque solo fuera oral y la escritura tardara siglos en llegar.

Roberto seguía firmemente convencido que daríamos con el Ford T de la caja de madera. Yo seguía siendo escéptico. Aunque de encontrarlo en el estado que describía mí amigo sería un notón para mi sitio. “Ford T encontrado un siglo después en una estancia”, eso era lo que veía escrito en mi procesador de texto. La noticia daría la vuelta al mundo. Claro si encontrábamos el auto centenario.

Reanudamos la marcha y en unas dos horas estábamos parados frente a la tranquera de la estancia El Refugio. “Es acá. Seguro que está acá. Hasta el nombre lo dice todo”, dijo entusiasmado Roberto. Es muy afecto a las simbologías. Yo seguía sin creer que el Ford T estaba del otro lado de la tranquera.

Un paisano vino caminando con una tranquilidad pasmosa hasta la Hilux. “Buenas tardes. ¿A quién buscan?”, nos dijo el hombre. “Hola. Buscamos a Don Eustaquio”, le dijo mi amigo. Primera decepción. “El no vive más acá. Hace como 20 años que se mudó a otra estancia”, dijo el paisano poniéndose una mano de visera sobre la frente.

Algo había golpeado el entusiasmo de Roberto. Pero igual le preguntó donde era esa estancia. Por suerte era a unos 10 kilómetros más adelante. Reanudamos la marcha en un silencio sepulcral. No me atreví a romperlo. No tenía nada que decir por ahora. Solo era un traspié, todavía nos quedaba camino por recorrer.

Y vaya que lo hicimos en ese miércoles de noviembre. Tampoco estaba en la estancia que nos dijo el paisano de El Refugio. Ni tampoco en las otras dos que visitamos en esa tarde. Casi al caer la tarde alguien nos dijo que el tal Don Eustaquio se había jubilado de peón rural y estaba en un campo de unos parientes.

Pero ese campo quedaba a 200 kilómetros de dónde ahora estábamos. Mi amigo que no quería darse por vencido estableció que haríamos noche en el pueblo siguiente. Por suerte el pueblo tenía una especie de hotel-pensión donde nos dieron una habitación para dormir y hasta pegarnos un baño reparador.

Teníamos tierra hasta los lugares más recónditos de nuestros cuerpos. Está de más decir que dormimos como dos osos en pleno invierno. Temprano ya estábamos arriba. Esto del aire de campo cambió algo dentro de mis costumbres citadinas.

El desayuno en el hotelito fue espectacular. Había de todo para comer y a un precio irrisorio para bichos de ciudad como mi amigo y yo. “Hoy lo vamos a encontrar”, dijo Roberto mirando por la ventana del hotel la ruta y el campo de fondo. El día era espectacular. Un verdadero día de primavera, lo que se merece el mes de noviembre por estas tierras del planeta.

Antes de abandonar el pueblo, que ni siquiera recuerdo su nombre del cansancio que tenía, cargamos combustible en la Hilux. Partimos con rumbo a la última morada de Don Eustaquio. Para mis adentros rogaba que no estuviera viendo las margaritas desde abajo.

A eso de las 12 llegamos al campo que nos habían indicado y ahí estábamos frente a la tranquera. Esperando que alguien nos viera. A lo lejos vimos que alguien venía a caballo. Resultó ser una chica de pelo colorado, muy colorado. “Hola. Estamos buscando a Don Eustaquio”, le dijo Roberto a la chica que no tendría más de 17 años.

“El abuelo se va a poner contento. ¡Hace tanto tiempo que nadie viene a verlo por lo del Ford T!”, dijo la coloradita. Y con Roberto nos miramos asombrados. Yo porque descubría que Don Eustaquio existía y Roberto porque había un Ford T cuestión.

“Sigan derecho por este camino que la casa está al final. Más tarde nos vemos. Ahora tengo que ir a ver a las vacas”, dijo la chica y salió al trote con su caballo. “Te dije que el Ford T existía”, me dijo Roberto mientras íbamos por el camino hacia la casa.

“El que existe es Don Eustaquio. El Ford T todavía no lo vimos”, le dije en un tono escéptico que no le gustó mucho a mi amigo. Y era cierto. La coloradita no dijo que habíamos venido a ver al Ford T, sino a su abuelo.

Roberto estacionó la Hilux a la sombra de un inmenso ombú. Me trajo recuerdos de la infancia cuando jugaba en uno en la chacra en la que trabajaba mi abuelo. Y no solo el ombú, sino todos los olores de ese campo. Acompañado de los sonidos. Era un mundo diferente, con un tiempo diferente.

Ni mejor, ni peor al que conocíamos, pero claramente con otra cadencia. Como la coloradita arriba del caballo para ir a ver a las vacas. Podía ser idílico para nosotros nacidos y criados en la ciudad, pero que tenía sus cosas. Como pasa en cualquier parte. Para eso hay que vivir un tiempo y los problemas con sus conflictos suelen aflorar.

En la puerta estaba una señora madura que al vernos bajar de la camioneta pegó el grito: “¡Abuelo! Tiene visitas”. Detrás de una cortina apareció Don Eustaquio de unos noventa años de edad, pero entero. Se lo veía lucido.

Se acercó lentamente hasta nosotros y nos tendió la mano. “Vienen por el Ford T, ¿no es así?”, dijo con una sonrisa en la boca. En un principio no entendimos. Pensamos que nos creería compradores, o coleccionistas. Y lo único que nos movió hasta ese lugar era la historia.

“Vengan sentémonos en la galería que está más fresco”, dijo Don Eustaquio. “Ustedes quieren saber del Ford T de la caja de madera. Me imagino”, dijo el anciano. Le respondimos que sí y le contamos qué era lo que nos motivó la búsqueda. Además del tiempo que lo habíamos rastreado.

“Serían buenos rastreadores. Ya no quedan en estos tiempos de Internet y todas esas cosas”, nos dijo el anciano mirándonos a los ojos. “Los últimos que vinieron por el Ford T fue hace como 10 años. Me acuerdo porque Lucía era chiquita”, acotó. Luego, en el almuerzo, nos enteramos que Lucía era la chica colorada del caballo.

“El Ford T en la caja existió. Fue de mi patrón el dueño de la estancia El Refugio. Le daba un manijazo y el Ford se quedaba ronroneando como un gatito. Cortó la caja en un lado para poder entrar y salir. Además de tenerlo sobre tacos para que las ruedas no apoyaran en el suelo”, nos contó Don Eustaquio.

Roberto contento que la historia tuviera un asidero, pero lamentando no poder verlo al Ford T. Cuando el patrón de Don Eustaquio falleció al poco tiempo vino un coleccionista de Estados Unidos y se lo llevó por poco dinero. A los hijos del patrón poco les importaba ese viejo auto encerrado en una caja de madera. Ni siquiera que fuera cero kilómetro porque el patrón de Don Eustaquio no sabía manejar.

El regreso tuvo un sabor algo amargo. Tal vez por no encontrar el Ford T de la historia de Roberto. Pero por otro lado la alegría de haber encontrado a Don Eustaquio. Que no paró de hablar en todo el abundante almuerzo que nos compartieron.

“Mi abuelo rejuveneció 10 años”, nos dijo Lucía antes de emprender el regreso. Ahora estamos pensando con Roberto cuándo regresamos. En especial el interesado soy yo. Necesito historias contadas por Don Eustaquio.
Mauricio Uldane

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