Aquella mañana de otoño era igual a
cualquier otra de mi vida. En especial de un día laboral. Así que me encaminé
para el garaje donde estaba guardado mi auto nuevo. Al accionar el control
remoto pasó lo peor. En realidad no pasó nada. Nada porque la batería había
dejado de prestar sus útiles servicios. Por lo cual mi auto nuevo se había
convertido, de la noche a la mañana, en inservible.
Pero por suerte al lado de mi inútil auto
moderno, en esa mañana otoñal, estaba ubicado, como siempre, mi amado Milqui
naranja. Ese Dodge 1500 del año 1972 sería mi salvo conducto a mi trabajo. Volví
a buscar las llaves del Naranjita, como había bautizado a mi Dodge, y la
alegría apareció en mi mente.
Al menos sería un día diferente a bordo
de mi auto clásico. ¡Vaya que fue diferente! Lo puse en marcha y lo saqué fuera
del garaje. Estaba cerrando la puerta cuando veo a Marisa, mi vecina madura,
que viene corriendo.
“Clara está por dar a luz”, me gritó y
agregó “Federico no puede llegar porque está bloqueado del otro lado de la
ciudad por un piquete de los taxistas”. Tiempos en que los señores taxistas se
dedicaban a bloquear las calles protestando contra Uber. Seguro que lo vieron
en las noticias.
Clara era otra de mis vecinas y Federico
su pareja. Ambos estaban a punto de ser padres por primera vez. Sabemos que las
madres primerizas suelen parir en cualquier momento, menos en el indicado.
Marisa es un tema aparte. Estamos
tratando de tener una relación más allá de la vecindad de casas. Salimos
algunas veces y hasta me acompañó al negocio del Viejo Gómez cuando necesité un
repuesto para el Naranjita.
Nos tomamos un cafecito en el Bar La
Amistad y ahí conocimos a otro de los parroquianos del lugar, Don Juan, que
tenía un Ford Falcon inmaculado. Hasta nos llevó a su casa para que lo
viéramos. Pero el local del Viejo Gómez era increíble. Lamentablemente ya
falleció, pero ahora hicieron un museo en su honor. Tenemos que ir con Marisa a
verlo.
“Vamos a la clínica. Las llevo a las dos.
Avisale a Federico que vamos para allá”, le dije a Marisa mientras terminaba de
cerrar el portón del garaje. Inmediatamente me fui para la casa de Clara que
estaba al lado de la de Marisa. Llegué justo cuando salían las dos por la
puerta.
Subimos a Clara en el asiento de atrás y
Marisa se sentó adelante, a mi lado. Partimos a toda marcha hacia la clínica.
Teníamos que llegar antes que naciera Jazmín, sí una nena, que ya todos
esperábamos y en parte éramos como los tíos del barrio.
En el viaje a la clínica ni tiempo de pensar
en que iba a llegar tarde al trabajo. El nacimiento de Jazmín era más
importante. Lo que iban en aumento eran las contracciones más seguidas de Clara
en el asiento trasero del Naranjita. Así que comencé a tocar la bocina para
poder avanzar más rápido. Marisa agitaba un pañuelo blanco, qué no sé de dónde
sacó, por la ventanilla de su lado.
Desde un patrullero me preguntaron cuál
era la urgencia y les conté de la parturienta que llevaba en el asiento
trasero. Nos abrieron camino hasta la clínica donde Clara iba a traer a este
mundo a su hija. Ni bien paré Marisa salió lanzada a buscar al personal de
guardia mientras yo trababa de calmar a Clara que tenía contracciones más
seguidas y mucho dolor.
En menos de un minuto estaban con una
camilla para trasladar a Clara. No fue posible, el trabajo de parto había
comenzado y tuvieron que llamar al obstetra. Así que Jazmín nació en el asiento
trasero de mi Dodge 1500. Lo que se dice una cuna fierrera. Veremos cuáles
serán sus gustos de esta nueva vecinita del barrio.
Marisa se quedó con Clara y luego de
saludarla con un beso me encaminé a mi trabajo. Ya estaba llegando tarde, pero
todavía no había llegado y me faltaba camino por recorrer y mañana otoñal,
fría, muy fría, por andar.
Arranqué y tomé la avenida para poder
llegar más rápido a mi laburo. Pero al hacer dos cuadras el embotellamiento era
espantoso. Esperando que los autos se movieran alguien desde una camioneta me
dice: “¿Qué modelo es?”. “Es modelo 72”, le respondí. “¿Qué pasa que no se
mueven los autos?”, le pregunto la tipo de la camioneta.
“Está cortado por los taxistas que
protestan contra Uber”, me lanzó desde la cabina de la camioneta. Otra vez los
taxistas pensé para adentro y recordando el árbol genealógico de sus ancestros.
Y no en los mejores términos.
Apenas avanzábamos cuando llegamos a la
primera calle donde podía girar a la derecha y me mandé. Al menos no había
tránsito y podía circular. Claro que lo hice por tres cuadras. La calle estaba
cortada. Y ahora qué pasa pensé.
Un tipo me hace señas que está cortado.
Me acerco y le pregunto qué pasa. “Está cortada la calle porque están haciendo
una filmación”, me dice el tipo que tenía un handy en la mano. Le cuento toda
mi situación y el bloqueo fenomenal de la avenida.
Se comunica con alguien. Escucho una
parte de la conversación pero cortada y sin sentido. “¿Qué modelo es el
Dodge?”, me dice el tipo. “Del año 72”, le respondo resignado. Parece que todo
el mundo está empecinado en preguntarme por el modelo esta mañana fría de
otoño.
“Pasá que te van a filmar. Es una
película de época y tu auto encaja perfecto para simular tránsito”, me dice el
tipo mientras se acerca a correr la valla de color blanco y rojo. Lo miro incrédulo
como si se tratara de una cámara oculta. Pero no lo era.
Ni bien comienzo a marchar por la cuadra
veo el despliegue de los equipos de filmación con cables, tachos de luz, cámara
y demás desparramados por doquier. Corriendo viene una rubia y por la
ventanilla me dice: “Hola. Circulá despacio y derecho por el medio de la calle.
Estamos filmando una película y tu auto nos viene como anillo al dedo”.
Le cuento mi situación y que estoy
llegando tarde al trabajo. “No te preocupes son 10 minutos, no más”, me dice la
rubia. “Esperame en la otra esquina cuando termines de pasar”, me agrega. Hice
lo que me indicaron y parece que algo salió mal porque el director por un
altoparlante me pidió que diera marcha atrás.
Otra vez a repetir la acción y el reloj
que implacablemente hacía correr los minutos. En mi mente se reflejaba la cara
de mi jefe ante mi llegada tarde. Mientras esperaba la orden de arrancar logré
comunicarme con la oficina desde mi celular y avisar que estaba atorado en el
tránsito.
Celina, la secretaría de mi jefe, que
está más buena que el dulce de leche con manteca, me dijo: “No te preocupes que
a todos les pasa lo mismo hoy. Están en medio de la protesta de los taxistas”. Esto
me tranquilizó un poco y me puse a disfrutar de mi actuación en esta película,
que no sé ni cómo se llama.
Me dieron la orden y repetí la acción. No
fue la única vez. Fueron diez veces exactamente las que tuve que pasar por esa
cuadra. Hasta que la escena quedó como quería el director. “Gracias al
conductor del Dodge naranja. Está espectacular. Marina arreglá con el
muchacho”, gritó a través del altoparlante.
Ahora es donde viene la mejor parte. Marina
vino corriendo hasta la esquina, donde me dijo que la esperara, con un cheque
en la mano. “Disculpá las repeticiones de la toma. El director es un hincha
pelotas. Un perfeccionista de mierda. Tomá este cheque es por las molestias”,
me dijo y me alcanzó el cheque con beso de despedida incluido.
Cuando desdoblo el cheque veo que la
actuación del Naranjita costó 2.000 pesos a la producción de la película. “Dame
tus datos por si te llegamos a necesitar en otra ocasión”, me dijo la rubia.
Acto seguido me dio su tarjeta y me despidió con otro beso.
Al menos la pérdida de tiempo tuvo su
recompensa y el Naranjita está en el cine. Puse primera y saludando a Marina,
la rubia, me encaminé a mi trabajo. Hice dos cuadras más y doblé a la izquierda
en busca de mi trabajo. Pero todavía faltaba camino, y situaciones, por
recorrer.
No habré hecho más que cinco o seis
cuadras cuando la calle estaba cortada nuevamente. ¿No seré yo el de la mala
suerte? Esta vez un policía me hace señas que me detenga. “Buenos días. Estamos
haciendo un procedimiento y necesitamos que salga de testigo”, me dice el
uniformado con gesto serio.
Le explico mi llegada tarde, pero me
recuerda mi deber como ciudadano a salir de testigo de un procedimiento en
conjunto con Gendarmería Nacional. ¡Drogas! Es lo primero que pensé. Y acerté.
La Policía Federal y Gendarmería Nacional, en conjunto, había secuestrado un
camión con una tonelada de cocaína. Otra vez en la picota el Naranjita y yo.
Ahora la demora fue de casi una hora. Y esta vez no me iban a dar un cheque por
dos mil pesos. Las gracias y nada más. Ni siquiera un beso del oficial que me
paró en la calle…
Le dije al jefe a cargo del operativo
conjunto que estaba llegando tarde, tardísimo, a mi trabajo y como estaba la
ciudad no iba llegar en seguida. “¡Estos taxistas de mierda que me tienen harto!”,
dijo expresando un malestar acumulado por mucho tiempo. “¡González, ábrale paso
a este muchacho para llegue a su trabajo y vuelva para acá!”, dijo a los gritos
y ordenando al oficial mencionado. La sorpresa fue que González no era él, sino
ella. Una morocha que valía varios cafés en el Bar La Amistad, claro sino
estuviera en tratativas con Marisa…
“Vamos que te abro paso”, me dijo
González montándose en su moto patrulla. La verdad que González de atrás estaba
muy buena. Pero no me podía distraer tenía que llegar al trabajo. Ahora, tarde,
más que tarde. Rogando llegar antes que mi jefe que vendría con un carácter de
mierda por el puto embotellamiento de los putos taxistas.
En un pedo llegamos al trabajo. Cuando
tomamos la avenida con la sirena de la moto González se abrió paso y nosotros,
el Naranjita y yo, detrás. Cuando miré el velocímetro estaba clavado en 100.
Volábamos por la avenida, creo que nunca anduve tan rápido por ahí.
Llegamos a la entrada de la playa de
estacionamiento de mi oficina y me acerqué a agradecerle a González la escolta.
“No fue nada. Está muy lindo tu Milqui. Un día me tendrías que llevar a dar una
vuelta”, me dijo muy suelta de cuerpo la morocha. Espero que no me cree
conflicto con Marisa…
Estacioné en la playa y me percaté que
muchos compañeros de laburo todavía no habían llegado. El auto de mi jefe
todavía no estaba. Un alivio me recorrió todo el cuerpo. Estacioné el
Naranjita. Me encaminé a la puerta de entrada y justo se abre. ¡Sorpresa! El
que salía era el director general de la empresa. Literalmente un perro de caza.
No hablaba, mordía.
“¡Estamos llegando tarde!”, me dice a los
gritos y con una mueca de sorna dibujada en la cara. “Sí”, atiné a responderle,
lo cual era verdad. Si le contaba todo lo sucedido desde que fui a buscar mi
auto al garaje, no me iba a creer. Además de ser kilométrico de explicar.
Cuando me corro para entrar al cadalso,
perdón la oficina, noto un gesto de sorpresa en la cara del director general.
“¿Vino en ese Dodge 1500?”, me pregunta y añade, “porque los demás autos hace
rato que están estacionados”. “Si, vine en el Naranjita porque la batería de mi
auto se agotó en la noche. Y no tuve más remedio que usarlo para venir a la
oficina. Solo lo uso los fines de semana”, le respondí. Ahora la gran sorpresa
de la mañana enquilombada de otoño: “Fue mi primer auto. Igual que el tuyo”, me
dijo el tipo tuteándome. Algo se había quebrado y no era yo.
“Vamos a dar una vuelta ahora”, me dijo.
Le recordé que estaba llegando tarde y que mi jefe se iba a enojar. “¿Quién es
el jefe de tu jefe?”, me dijo. Entendí todo y fuimos a dar una vuelta con el
Naranjita. Hasta lo vi tan entusiasmado que lo dejé que lo manejara de vuelta a
la playa de estacionamiento de la oficina.
Justo
que terminamos de estacionar llegó mi jefe. Al bajar del Naranjita lo veo a que
se viene directo a mí. Seguro que a increparme por mí llegada tarde. “¿Le
parece que estás son horas de llegar?”, me pregunta. Por dentro le estaba
haciendo la misma me pregunta, pero no se la podía formular.
“Eso mismo me pregunto yo”, le respondió
el director general que en ese momento emergía del Naranjita. Empalideció en un
segundo mi jefe. Comenzó a tartamudear una respuesta que nunca terminó de salir
de su boca. “Su hombre me pasó a buscar porque se me rompió el auto y no conseguía
un taxi porque todos están protestando contra Uber”, le dijo el director
general a mi jefe.
No podía creer que el capo máximo me
estaba cubriendo frente a mi jefe. A este no le quedó más remedio que agachar
la cabeza y marchar hacia la puerta de entrada. No sin antes dedicarme una
mirada de odio. El director general se rió a sus espaldas y me guiñó un ojo.
“Quedate tranquilo que no te va hacer
nada. Yo no lo voy a dejar. En especial desde que me dejaste manejar el
Naranjita”, mi cara de asombro no la pude simular frente a las palabras del
director general. Me había ganado un amigo fierrero y todo por el Naranjita,
hasta él, el capo máximo de la empresa, lo llamaba por su nombre familiar.
Mauricio Uldane
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