domingo, 12 de junio de 2016

Llegada tarde

Aquella mañana de otoño era igual a cualquier otra de mi vida. En especial de un día laboral. Así que me encaminé para el garaje donde estaba guardado mi auto nuevo. Al accionar el control remoto pasó lo peor. En realidad no pasó nada. Nada porque la batería había dejado de prestar sus útiles servicios. Por lo cual mi auto nuevo se había convertido, de la noche a la mañana, en inservible.



Pero por suerte al lado de mi inútil auto moderno, en esa mañana otoñal, estaba ubicado, como siempre, mi amado Milqui naranja. Ese Dodge 1500 del año 1972 sería mi salvo conducto a mi trabajo. Volví a buscar las llaves del Naranjita, como había bautizado a mi Dodge, y la alegría apareció en mi mente.

Al menos sería un día diferente a bordo de mi auto clásico. ¡Vaya que fue diferente! Lo puse en marcha y lo saqué fuera del garaje. Estaba cerrando la puerta cuando veo a Marisa, mi vecina madura, que viene corriendo.

“Clara está por dar a luz”, me gritó y agregó “Federico no puede llegar porque está bloqueado del otro lado de la ciudad por un piquete de los taxistas”. Tiempos en que los señores taxistas se dedicaban a bloquear las calles protestando contra Uber. Seguro que lo vieron en las noticias.

Clara era otra de mis vecinas y Federico su pareja. Ambos estaban a punto de ser padres por primera vez. Sabemos que las madres primerizas suelen parir en cualquier momento, menos en el indicado.

Marisa es un tema aparte. Estamos tratando de tener una relación más allá de la vecindad de casas. Salimos algunas veces y hasta me acompañó al negocio del Viejo Gómez cuando necesité un repuesto para el Naranjita.

Nos tomamos un cafecito en el Bar La Amistad y ahí conocimos a otro de los parroquianos del lugar, Don Juan, que tenía un Ford Falcon inmaculado. Hasta nos llevó a su casa para que lo viéramos. Pero el local del Viejo Gómez era increíble. Lamentablemente ya falleció, pero ahora hicieron un museo en su honor. Tenemos que ir con Marisa a verlo.

“Vamos a la clínica. Las llevo a las dos. Avisale a Federico que vamos para allá”, le dije a Marisa mientras terminaba de cerrar el portón del garaje. Inmediatamente me fui para la casa de Clara que estaba al lado de la de Marisa. Llegué justo cuando salían las dos por la puerta.

Subimos a Clara en el asiento de atrás y Marisa se sentó adelante, a mi lado. Partimos a toda marcha hacia la clínica. Teníamos que llegar antes que naciera Jazmín, sí una nena, que ya todos esperábamos y en parte éramos como los tíos del barrio.

En el viaje a la clínica ni tiempo de pensar en que iba a llegar tarde al trabajo. El nacimiento de Jazmín era más importante. Lo que iban en aumento eran las contracciones más seguidas de Clara en el asiento trasero del Naranjita. Así que comencé a tocar la bocina para poder avanzar más rápido. Marisa agitaba un pañuelo blanco, qué no sé de dónde sacó, por la ventanilla de su lado.

Desde un patrullero me preguntaron cuál era la urgencia y les conté de la parturienta que llevaba en el asiento trasero. Nos abrieron camino hasta la clínica donde Clara iba a traer a este mundo a su hija. Ni bien paré Marisa salió lanzada a buscar al personal de guardia mientras yo trababa de calmar a Clara que tenía contracciones más seguidas y mucho dolor.

En menos de un minuto estaban con una camilla para trasladar a Clara. No fue posible, el trabajo de parto había comenzado y tuvieron que llamar al obstetra. Así que Jazmín nació en el asiento trasero de mi Dodge 1500. Lo que se dice una cuna fierrera. Veremos cuáles serán sus gustos de esta nueva vecinita del barrio.

Marisa se quedó con Clara y luego de saludarla con un beso me encaminé a mi trabajo. Ya estaba llegando tarde, pero todavía no había llegado y me faltaba camino por recorrer y mañana otoñal, fría, muy fría, por andar.

Arranqué y tomé la avenida para poder llegar más rápido a mi laburo. Pero al hacer dos cuadras el embotellamiento era espantoso. Esperando que los autos se movieran alguien desde una camioneta me dice: “¿Qué modelo es?”. “Es modelo 72”, le respondí. “¿Qué pasa que no se mueven los autos?”, le pregunto la tipo de la camioneta.

“Está cortado por los taxistas que protestan contra Uber”, me lanzó desde la cabina de la camioneta. Otra vez los taxistas pensé para adentro y recordando el árbol genealógico de sus ancestros. Y no en los mejores términos.

Apenas avanzábamos cuando llegamos a la primera calle donde podía girar a la derecha y me mandé. Al menos no había tránsito y podía circular. Claro que lo hice por tres cuadras. La calle estaba cortada. Y ahora qué pasa pensé.

Un tipo me hace señas que está cortado. Me acerco y le pregunto qué pasa. “Está cortada la calle porque están haciendo una filmación”, me dice el tipo que tenía un handy en la mano. Le cuento toda mi situación y el bloqueo fenomenal de la avenida.

Se comunica con alguien. Escucho una parte de la conversación pero cortada y sin sentido. “¿Qué modelo es el Dodge?”, me dice el tipo. “Del año 72”, le respondo resignado. Parece que todo el mundo está empecinado en preguntarme por el modelo esta mañana fría de otoño.

“Pasá que te van a filmar. Es una película de época y tu auto encaja perfecto para simular tránsito”, me dice el tipo mientras se acerca a correr la valla de color blanco y rojo. Lo miro incrédulo como si se tratara de una cámara oculta. Pero no lo era.

Ni bien comienzo a marchar por la cuadra veo el despliegue de los equipos de filmación con cables, tachos de luz, cámara y demás desparramados por doquier. Corriendo viene una rubia y por la ventanilla me dice: “Hola. Circulá despacio y derecho por el medio de la calle. Estamos filmando una película y tu auto nos viene como anillo al dedo”.

Le cuento mi situación y que estoy llegando tarde al trabajo. “No te preocupes son 10 minutos, no más”, me dice la rubia. “Esperame en la otra esquina cuando termines de pasar”, me agrega. Hice lo que me indicaron y parece que algo salió mal porque el director por un altoparlante me pidió que diera marcha atrás.

Otra vez a repetir la acción y el reloj que implacablemente hacía correr los minutos. En mi mente se reflejaba la cara de mi jefe ante mi llegada tarde. Mientras esperaba la orden de arrancar logré comunicarme con la oficina desde mi celular y avisar que estaba atorado en el tránsito.

Celina, la secretaría de mi jefe, que está más buena que el dulce de leche con manteca, me dijo: “No te preocupes que a todos les pasa lo mismo hoy. Están en medio de la protesta de los taxistas”. Esto me tranquilizó un poco y me puse a disfrutar de mi actuación en esta película, que no sé ni cómo se llama.

Me dieron la orden y repetí la acción. No fue la única vez. Fueron diez veces exactamente las que tuve que pasar por esa cuadra. Hasta que la escena quedó como quería el director. “Gracias al conductor del Dodge naranja. Está espectacular. Marina arreglá con el muchacho”, gritó a través del altoparlante.

Ahora es donde viene la mejor parte. Marina vino corriendo hasta la esquina, donde me dijo que la esperara, con un cheque en la mano. “Disculpá las repeticiones de la toma. El director es un hincha pelotas. Un perfeccionista de mierda. Tomá este cheque es por las molestias”, me dijo y me alcanzó el cheque con beso de despedida incluido.

Cuando desdoblo el cheque veo que la actuación del Naranjita costó 2.000 pesos a la producción de la película. “Dame tus datos por si te llegamos a necesitar en otra ocasión”, me dijo la rubia. Acto seguido me dio su tarjeta y me despidió con otro beso.

Al menos la pérdida de tiempo tuvo su recompensa y el Naranjita está en el cine. Puse primera y saludando a Marina, la rubia, me encaminé a mi trabajo. Hice dos cuadras más y doblé a la izquierda en busca de mi trabajo. Pero todavía faltaba camino, y situaciones, por recorrer.

No habré hecho más que cinco o seis cuadras cuando la calle estaba cortada nuevamente. ¿No seré yo el de la mala suerte? Esta vez un policía me hace señas que me detenga. “Buenos días. Estamos haciendo un procedimiento y necesitamos que salga de testigo”, me dice el uniformado con gesto serio.

Le explico mi llegada tarde, pero me recuerda mi deber como ciudadano a salir de testigo de un procedimiento en conjunto con Gendarmería Nacional. ¡Drogas! Es lo primero que pensé. Y acerté. La Policía Federal y Gendarmería Nacional, en conjunto, había secuestrado un camión con una tonelada de cocaína. Otra vez en la picota el Naranjita y yo. Ahora la demora fue de casi una hora. Y esta vez no me iban a dar un cheque por dos mil pesos. Las gracias y nada más. Ni siquiera un beso del oficial que me paró en la calle…

Le dije al jefe a cargo del operativo conjunto que estaba llegando tarde, tardísimo, a mi trabajo y como estaba la ciudad no iba llegar en seguida. “¡Estos taxistas de mierda que me tienen harto!”, dijo expresando un malestar acumulado por mucho tiempo. “¡González, ábrale paso a este muchacho para llegue a su trabajo y vuelva para acá!”, dijo a los gritos y ordenando al oficial mencionado. La sorpresa fue que González no era él, sino ella. Una morocha que valía varios cafés en el Bar La Amistad, claro sino estuviera en tratativas con Marisa…

“Vamos que te abro paso”, me dijo González montándose en su moto patrulla. La verdad que González de atrás estaba muy buena. Pero no me podía distraer tenía que llegar al trabajo. Ahora, tarde, más que tarde. Rogando llegar antes que mi jefe que vendría con un carácter de mierda por el puto embotellamiento de los putos taxistas.

En un pedo llegamos al trabajo. Cuando tomamos la avenida con la sirena de la moto González se abrió paso y nosotros, el Naranjita y yo, detrás. Cuando miré el velocímetro estaba clavado en 100. Volábamos por la avenida, creo que nunca anduve tan rápido por ahí.

Llegamos a la entrada de la playa de estacionamiento de mi oficina y me acerqué a agradecerle a González la escolta. “No fue nada. Está muy lindo tu Milqui. Un día me tendrías que llevar a dar una vuelta”, me dijo muy suelta de cuerpo la morocha. Espero que no me cree conflicto con Marisa…

Estacioné en la playa y me percaté que muchos compañeros de laburo todavía no habían llegado. El auto de mi jefe todavía no estaba. Un alivio me recorrió todo el cuerpo. Estacioné el Naranjita. Me encaminé a la puerta de entrada y justo se abre. ¡Sorpresa! El que salía era el director general de la empresa. Literalmente un perro de caza. No hablaba, mordía.

“¡Estamos llegando tarde!”, me dice a los gritos y con una mueca de sorna dibujada en la cara. “Sí”, atiné a responderle, lo cual era verdad. Si le contaba todo lo sucedido desde que fui a buscar mi auto al garaje, no me iba a creer. Además de ser kilométrico de explicar.

Cuando me corro para entrar al cadalso, perdón la oficina, noto un gesto de sorpresa en la cara del director general. “¿Vino en ese Dodge 1500?”, me pregunta y añade, “porque los demás autos hace rato que están estacionados”. “Si, vine en el Naranjita porque la batería de mi auto se agotó en la noche. Y no tuve más remedio que usarlo para venir a la oficina. Solo lo uso los fines de semana”, le respondí. Ahora la gran sorpresa de la mañana enquilombada de otoño: “Fue mi primer auto. Igual que el tuyo”, me dijo el tipo tuteándome. Algo se había quebrado y no era yo.

“Vamos a dar una vuelta ahora”, me dijo. Le recordé que estaba llegando tarde y que mi jefe se iba a enojar. “¿Quién es el jefe de tu jefe?”, me dijo. Entendí todo y fuimos a dar una vuelta con el Naranjita. Hasta lo vi tan entusiasmado que lo dejé que lo manejara de vuelta a la playa de estacionamiento de la oficina.

 Justo que terminamos de estacionar llegó mi jefe. Al bajar del Naranjita lo veo a que se viene directo a mí. Seguro que a increparme por mí llegada tarde. “¿Le parece que estás son horas de llegar?”, me pregunta. Por dentro le estaba haciendo la misma me pregunta, pero no se la podía formular.

“Eso mismo me pregunto yo”, le respondió el director general que en ese momento emergía del Naranjita. Empalideció en un segundo mi jefe. Comenzó a tartamudear una respuesta que nunca terminó de salir de su boca. “Su hombre me pasó a buscar porque se me rompió el auto y no conseguía un taxi porque todos están protestando contra Uber”, le dijo el director general a mi jefe.

No podía creer que el capo máximo me estaba cubriendo frente a mi jefe. A este no le quedó más remedio que agachar la cabeza y marchar hacia la puerta de entrada. No sin antes dedicarme una mirada de odio. El director general se rió a sus espaldas y me guiñó un ojo.

“Quedate tranquilo que no te va hacer nada. Yo no lo voy a dejar. En especial desde que me dejaste manejar el Naranjita”, mi cara de asombro no la pude simular frente a las palabras del director general. Me había ganado un amigo fierrero y todo por el Naranjita, hasta él, el capo máximo de la empresa, lo llamaba por su nombre familiar.

Mauricio Uldane

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