Aquella tarde de otoño me dispuse a
encontrar la bomba de nafta que necesitaba para mi rural Chevrolet Nomad del
año 1958 que estaba a punto de terminar de restaurar. Me habían dado el dato
que una persona llamada Gómez podía tener esa bomba de nafta. Tenía el apellido
y el barrio, nada más.
Así que esa tarde de sábado me encaminé
para el lugar con el tiempo necesario para localizar al tal Gómez. Buscándolo
por el barrio me topé con el Bar La Amistad y entré a preguntar. De paso a
tomarme un cafecito y ver cómo era el lugar.
Le pregunté al mozo por el local de este
hombre buscado por mí y me contestó: “el que tiene que conocerlo es Don Juan”.
Me indicó en qué mesa estaba y allí me dirigí, antes de que trajeran el café
pedido. El anciano estaba hablando con otro parroquiano. Por lo poco que puede
escuchar al acercarme a la mesa le estaba contando que tenía un Falcon desde
cero kilómetro.
Me presenté y el dije que estaba buscado
el local de Gómez. “Cómo no voy a conocer al Viejo Gómez. Somos los más
ancianos del barrio. Todo esto era de tierra cuándo éramos unos pibes”. Lo
invité a tomar un café conmigo y que me contara del tal Gómez.
Aceptó y no solo eso sino que me
acompañaría hasta donde tenía el local el Viejo Gómez. Me contó de su vida con
el Ford Falcon y de cómo lo había cuidado desde que lo trajo de la
concesionaria. La verdad un tipo encantador Don Juan.
Nos fuimos caminando, “para estirar la
piernas”, como me dijo Don Juan. Eran solo cinco cuadras las que separaban el
bar del local de Gómez. Era cierto que se conocían de pibes. Se trataban como
dos chicos los dos ancianos.
Luego de las presentaciones, Don Juan, me
dejó a solas con el Viejo Gómez y se marchó para su casa, según nos dijo.
“Viejo mentiroso, se va a jugar al truco por guita al club de acá a la vuelta”,
me dijo Gómez. Realmente se conocían desde tiempos remotos.
Este hombre me recibió muy bien, pese a
que tenía el dato que era un tanto arisco con las personas. A varios los había
tratado bastante duro cuando se le aparecieron por este mismo local donde me
encontraba ahora.
“¿Qué está buscando?”, me dijo y le conté
que andaba detrás de la bomba de nafta de la Nomad. “Si no me falla la memoria,
que últimamente lo hace con frecuencia, tengo una original”, me dijo Gómez. Me
indicó que lo siguiera. El local a la calle era muy chico, pero al traspasar la
puerta del fondo entramos en un depósito inmenso repleto de repuestos de autos
de todas las épocas y especies.
Eran estanterías llenas de cajas y más
cajas. La gran mayoría nuevas sin uso de épocas remotas. “¡Acá está!”, exclamó
y bajó de un tercer estante una caja original con el logo de Chevrolet. Quién
sabe cuántos años había descansado la caja en los estantes de una casa de repuestos.
Pensé que la bomba de nafta me saldría
una fortuna, pero el precio que me dijo estaba más que acorde para lo que
significaba ese repuesto para mi rural Nomad. “¿Necesita algo más?”, me
preguntó el Viejo Gómez. No por ahora no necesitaba nada más, pero seguro que
algo más me faltaría.
“Tengo muchos repuestos más de la Nomad.
Si necesita algo me lo pide”, me dijo mientras me extendía su tarjeta personal.
Que yo supiera nadie tenía esa tarjeta. Todos los conocían al Viejo Gómez, pero
de mentas. Pocos lo habían tratado y él los había maltratado. No entendía el
por qué de semejante trato para conmigo.
Estaba convencido que el salvoconducto
fue Don Juan. Lo saludé y me despedí con la promesa de ver qué más necesitaba
para mi rural en restauración. Salí del local del Viejo Gómez como flotando por
la bomba de nafta encontrada, y encima nueva y original, y por el ofrecimiento
de más repuestos.
En esa nube llegué hasta mi casa. Casi no
pude dormir bien esa noche de sábado pensando que mañana le pondría la bomba de
nafta a la Nomad. Temprano me desperté y me puse manos a la obra. Para la tarde
la tenía en marcha y ronroneando como un gatito, en realidad gatita…
Al otro sábado me fui con la Nomad hasta
el local del Viejo Gómez. Lo contento que se puso cuando la vio estacionada en
la vereda. Hacia años que no veía una igual. Estaba tan alegre que se puso a
mirar con detalle las cosas que le faltaban a la rural para estar en óptimas condiciones.
Se fue a adentro y me trajo una caja con
todas las cosas que le faltaban a mi Nomad para dejarla como nueva. “Pero ahora
no se lo puedo pagar”, balbuceé. “No importa. Me lo paga cuando puede. Un
clásico como este tiene que estar en perfectas condiciones”, me dijo el
anciano.
Le agradecí y lo invité a dar una vuelta
manzana. Nunca había visto a una persona tan mayor con semejante alegría por la
invitación a dar una vuelta. Parecía un chico con un juguete nuevo. Entró al
local y le gritó a alguien, “¡voy a probar un auto con un cliente y vuelvo
enseguida!”. Del local se oyó un susurro de aprobación.
No fue una vuelta manzana, fueron un par
de kilómetros con la Nomad y el Viejo Gómez. La alegría era tan inmensa que una
vuelta a manzana tenía sabor a poco. Lo dejé nuevamente frente a su local. Al
bajar me agradeció mucho el paseo y me dijo, “cuando tengas los repuestos
colocados traela de nuevo a la Nomad. Quiero ver cómo quedó”, me dijo, ya,
tuteándome.
Pasaron tres semanas hasta que pude
dejarla a nuevo con todos los repuestos que me había dado el Viejo Gómez. La
verdad que había cambiado un montón en especial con los cromados que le
faltaban. Parecía otra rural. Ahí terminé de entender que este tipo de auto sin
los cromados parece ajado, deslucido, como si no tuvieran brillo.
Ese sábado me fui temprano para el local
del Viejo Gómez para que viera cómo había quedado la Nomad y con la plata para
pagarle los repuestos que me había dado fiado.
Estacioné la rural en la puerta del local
y entré. El Viejo Gómez no estaba del otro lado del mostrador, en cambio, había
una mujer de más o menos mi edad. Le pregunté por Gómez y me respondió, “ya
viene mi papá”. Gómez tenía una hija de casi mi edad, que encima no estaba nada
mal. Pero claro no era cuestión de hacerse el galán con la hija de mi repuestero
benefactor.
Cuando el Viejo Gómez vio cómo había
quedado la Nomad la llamó a su hija, Clara, para que saliera a verla. Ella
también estaba encantada del estado de mi rural. Tan entusiasmado estaba el
anciano que me invitó a almorzar a su casa, que quedaba detrás de su comercio.
El almuerzo fue como si estuviera en la
casa de mi abuelo. Tan bien le había caído a este viejo repuestero. Pero estaba
por conocer algo más de la vida de este hombre y su hija. “Vení quiero
mostrarte algo”, me dijo después de almorzar.
Me llevó detrás del enorme depósito de su
casa de repuestos y en una puertita me encontré con la mayor sorpresa de mi
vida. Ahí detrás había casi un museo de autos antiguos y clásicos. Eran treinta
para ser exactos. Todos eran del Viejo Gómez y los había ido comprando a lo
largo de su vida.
Cada uno tenía una historia para ser
contada. Porque conocía sus dueños o porque los había salvado de la
destrucción. Amaba a esos autos. Pero me dijo algo más esa tarde de sábado.
“Sin la ayuda de mi hija esto no hubiera sido posible de realizar”, me dijo
este hombre que había dedicado su vida a preservar estos autos.
También me dijo que cuando él muriera
quería que su hija convirtiera en museo el lugar. Además que se siguiera
preservando autos antiguos y clásicos. “Cómo vos hiciste, y haces con un tu
rural Nomad”, me dijo el Viejo Gómez.
Ahí entendí porque me había ayudado a
terminar de armar mi rural. Entendió que no quería lucrar con mi auto, sino
preservarlo del paso del tiempo. No me quiso cobrar los repuestos que me había
dado para terminar de poner en condiciones mi rural. No hubo forma que me
quisiera aceptar el dinero.
En un momento dado me quedé a solas con
Clara, su hija. “Te debe querer mucho mi viejo para mostrarte sus autos. Son
muy pocas las personas que saben de su existencia”, me dijo mirándome a los
ojos. No supe que decirle. No quería que pensara que me estaba ganando la
amistad de su padre para sacar ventaja.
El tiempo siguiente le demostró cuáles
eran mis intenciones con su padre. Terminamos siendo amigos con Gómez, y Clara
comprendió que no había segundas intenciones de mi parte. Tanto que salíamos
los tres de paseo en mi Nomad. A ambos los llevé a varios encuentros de autos
donde la Nomad solía ser la atracción.
Eso lo ponía muy contento al Viejo Gómez
y su hija no dejaba de agradecerme lo feliz que hacía a su padre. Fueron un par
de años hermosos que jamás olvidaré. Pero la vida continúa y el tiempo es
insobornable con nosotros.
Por cuestiones laborales tuve que
ausentarme algo más de un mes y en ese tiempo no vi a Gómez y a Clara. Al
volver a casa tenía un mensaje de Clara. El Viejo Gómez había muerto. Un paro
cardíaco hizo que no se despertara más de un siesta sabatina…
Fui a verla a Clara. Estaba muy triste no
solo por la muerte de su padre, sino porque no me había podido despedir de él.
“Te quería tanto”, me dijo con lágrimas en los ojos. “Tampoco pudo despedirse
de vos”, le respondí. “Antes de acostarse la siesta me dijo ‘ya nos veremos’.
Era como si presintiera que se iba a morir”, me contó entre sollozos.
Me contó que su padre siempre tenía
premoniciones todo el tiempo. Y casi siempre acertaba sobre situaciones o
personas. Me contó que le dijo, el primer día que me vio, que era un buen tipo.
Eso había sido cuando fui a buscar la bomba de nafta. Había pasado tanto tiempo
de eso.
Clara me contó que su padre quería que
fuera parte del armado del museo. Me llevó al fondo donde estaban todos los
autos y me dijo que me quedara un rato ahí pensando cómo podíamos, dijo
podíamos, armar el museo.
Ella tenía que ir a comprar algunas cosas
y en una hora volvía. Así que me dejó solo rodeado de 30 autos hermosos y una
enorme cantidad de repuestos. La verdad que no tenía la menor idea de cómo
encarar un museo de esas características. Me senté dentro de un viejo
Oldsmobile Golden Rocket del año 1957, que había sido contemporáneo de mi rural
Chevrolet Nomad. No había podido dormir en el viaje de regreso por unos
bulliciosos estudiantes que venían en el mismo micro.
Me senté al volante del Oldsmobile para
descansar un rato hasta que volviera Clara de sus tareas. No sé cuanto tiempo
pasó cuando veo que se abre la puerta del acompañante. Pensé que era Clara que
había regresado, pero no era ella.
Era el Viejo Gómez. Sí, el anciano estaba
sentándose al lado mío. Mientras yo pensaba que estaba muerto y hacía tiempo. Me
miró y me saludó como lo solía hacer. También me dijo que en el armario
amarillo en el tercer estante había un sobre de papel madera para mí.
Que no me lo había podido dar antes de
morirse. Me lo daría a mi regreso, pero antes se murió. Estaba tan cansado que
me había dormido sobre el volante y el sonido de la bocina del Golden Rocket me
sacó del sueño.
¿Había soñado o imaginado el encuentro
con el Viejo Gómez? Estaba en eso cuando veo que Clara estaba de vuelta. Un
poco conmocionado por lo sucedido se lo comenté a ella. Me miró a los ojos y me
dijo que la siguiera.
Fuimos hasta donde estaba el armario
amarillo y lo abrió. En el tercer estante estaba el sobre de papel madera a mi
nombre. Me lo dio en la mano esperando que lo abriese. Temblando lo hice y
adentro había unas hojas. En lo que leí pude comprender que quería que me
hiciera cargo del museo junto a su hija Clara.
Nos nombraba a ambos los dueños de todo
lo que estaba en ese lugar. Nos miramos a los ojos. Fue ahí que me dijo, “mi
viejo se me apareció en un sueño y me contó que quería que vos me ayudaras en
el armado del museo. Además me pidió que te llamara cuanto antes”. Le pregunté
cuando había hizo eso y me respondió: “antenoche”.
Nos quedamos un largo momento en
silencio. Hasta que Clara rompió el silencio, “mi viejo quiere unirnos de todas
formas. Ahora somos socios en ese museo que él quería que armara. ¿Lo hacemos
juntos?”, me dijo con una sonrisa irresistible.
Desde ese momento nos abocamos a armar el
Museo Viejo Gómez. Estamos a punto de inaugurarlo. Creo que sería del agrado
del padre de Clara. Todavía estamos esperando que se nos aparezca en algún
sueño. Seguro que lo hará…
A la memoria del Viejo Pardo
Mauricio Uldane
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