El insistente trino del zorzal, y lo digo en
singular, me despertó aquella mañana de finales del verano. Hablo en singular,
porque ése zorzal, pernocta en el árbol que está plantado, en la vereda, justo
frente a la ventana de mi dormitorio. Comienza a cantar cuando las hojas, en la
noche, las mece el viento, y logran dejar pasar la luz de la columna de
alumbrado público. Pero no era el caso cuando logré despegar un ojo y advertir
que ya era de día.
Busqué con la mirada el reloj digital de mi mesita
de luz y este estaba apagado. “¡La puta madre otra vez se cortó la luz!”,
exclamé ya despierto y con bronca. Manoteé mi celular, que también descansa por
las noches sobre la mesita de luz y me sorprendió encontrarlo apagado. “¿Pero
si lo dejé encendido y con el cargador puesto?”, pensé para mis adentros. Al
menos si está cortada la luz, el celular, debería estar encendido. No me digas
que se le murió la batería ¡con lo que cuestan!
A tientas, y sin querer levantarme de la cama,
localicé el interruptor de la lámpara, que está encima de la mesita de luz.
Como para confirmar que el corte de energía era el culpable de todo, pero la
luz inmediatamente me confirmó que la energía no se había cortado. “¿Pero qué
carajos está pasando?”, mascullé con otro poco de bronca acumulada. Como esa
que vamos juntando, antes de salir de casa, cuando nos intoxicamos con el canal
de noticias junto a las tostadas con mermelada del desayuno.
Ya me levanté, había juntado el suficiente coraje
para hacerlo, y me encaminé hacia el comedor. Iba decidido a encender el
televisor y saber qué estaba pasando. Pero ese día traería una sorpresa tras
otra. El televisor no encendió. Nada como si estuviera muerto. Tampoco el
equipo de música encendió. Luz había en toda la casa, es decir que energía no
faltaba, pero parece que algunos equipos estaban de huelga.
Algo dentro de mí comenzó a sospechar lo peor y
trató en vano de hacer arrancar el horno a microondas. El motor de la heladera
funcionaba, pero eso no me dejaba para nada tranquilo. Era un modelo viejo
heredado de mi padre y no tenía la menor cuota de electrónica. Para todo eso no
sabía la hora real en que me había despertado y el tic-tac del viejo reloj de
péndulo de mi abuelo me volvió a la realidad. Me dirigí hasta donde estaba en
el comedor y advertí con sorpresa que eran algo más de las 8 de mañana.
Lo terminó de confirmar el ronroneo de los seis
cilindros del Chevrolet 400 de mi vecino: Rodríguez. El tipo es un alto
ejecutivo de una empresa en la zona de Catalinas y un buen día se hartó de su
BMW nuevo y lo vendió. Al otro día se apareció con el 400 de color verde en un
estado impecable. Según sus propias palabras se lo cambió mano a mano al dueño.
Un viejito que lo tenía de cero kilómetro desde el año 1967. El Chevrolet
parece salido de la concesionaria y hasta creo tiene kilómetros reales. Lo
cierto que Rodríguez sale todos los días, de lunes a viernes, a las ocho y
cinco rumbo a su trabajo de ejecutivo a bordo de un clásico.
Se negó a colocarle gas, así que lo camina solo a
nafta, como en las viejas épocas. Me dijo que lo cansó la tecnología de los
autos nuevos y tantos accesorios. Quería volver a lo primitivo, incluso un auto
sin aire acondicionado, ni dirección hidráulica. “Me va hacer bien a los brazos”,
me dijo Rodríguez. Por supuesto que ya fueron varios los que le quisieron
comprar el Chevrolet Super Sport, pero no lo vende. Dice, “es mi transporte
personal”.
Pero lo que me llamó la atención fue que solo
escuché el motor del 400 perderse en la calle. Ningún otro auto en la calle, ni
colectivo, ni nada que se le parezca. Raro, muy raro. O no. En eso se me pasó
una idea por la cabeza y descolgué las llaves de mi auto nuevo y me encaminé al
garaje, creo que sabía lo que iba a pasar. Este nuevo modelo ya no tiene
cerradura en la puerta, la llave es solo para ponerlo en marcha y abrir la tapa
del baúl, pero esta se abre desde adentro también. Como lo esperaba ningún beep
sonó y la alarma no solo no se desactivó sino que el auto permanecía cerrado a
cal y canto.
Sin más trámite volví para adentro, colgué las
llaves en su lugar y me dispuse a desayunar tranquilamente. Mientras lo hacía
acompañado por un coro de zorzales, mis viejos amigos, calandrias y horneros
reflexioné sobre los sucesos ocurridos en estos primeros quince minutos del
día. ¿Por qué carajos nada electrónico funciona? Porque de eso se trataba todo
el asunto nada que tuviera electrónica parecía responder a sus mandos
naturales. Es decir nosotros los humanos.
Los pájaros me alegraron el desayuno y para mi
sorpresa me descubrí siguiendo sus melodías al compás de mis dedos sobre la
mesa de la cocina. Unos rayos de luz iluminaban la escena y hasta parecía
bucólica. “Parece que estuviera me medio del campo”, dije en voz alta. Claro no
había ruido de motores, de ningún tipo, salvo el 400 de Rodríguez, pero ya se
había ido a su trabajo. No había noticias alarmantes y trágicas en la tele, ni
en la radio, que a veces me dan ganas de refugiarme nuevamente en mi cama. Nada
de nada. Solo el canto de los pájaros, el crunch-crunch de las tostadas con
mermeladas y algunos gritos de chicos del otro lado de la calle.
Una imagen idílica. Pero que en el fondo dejaba
algo de preocupación. ¿Qué pasó? Era la pregunta reiterada una y otra vez en
medio del coro de pájaros en la mañana de un verano que comenzaba a agonizar.
En medio de esas reflexiones estaba cuando sonó el teléfono, pero el viejo de
línea, ese que está en la mesita a la entrada, después de la puerta, porque el
inalámbrico había pasado a mejor vida como todo lo demás. Cuando atiendo era mi
vecina que estaba alarmada porque le sucedía lo mismo que a mí, lo electrónico
estaba muerto.
Desde hace años tengo dos cosas que forman una
parte importante de mi vida. Un pequeño comercio de piezas artesanales hechas
todas a mano exclusivamente y una Rambler Cross Country modelo 1967, la que
venía con el motor del Torino. El negocio lo forjé con mi trabajo y la Cross Country la
heredé de mi viejo, que la tenía de cero kilómetro y fue durante décadas el
auto de la familia. Esas dos pertenencias eran, son, para mí los pilares donde
me apoyo para poder transitar esta vida moderna. No es que no tenga un auto
nuevo, que lo conseguí, en parte con mi trabajo, pero tener un auto clásico es
un estilo de vida. Por eso lo entiendo a mi vecino Rodríguez y en algún momento
me decidiré a usar la Rambler
como transporte personal. Aunque me puteen en los estacionamientos del centro.
Así que si llegaba tarde al trabajo no sería
problema. No tengo empleados, ni patrón, me manejo solo. Dolores, mi vecina al
teléfono estaba desesperada porque su auto nuevo tampoco arrancaba. “Es que
nada que tenga electrónica funciona en este día”, le dije del otro lado del
teléfono. Ahí se dio cuenta que mi nuevo auto rojo no funcionaba. “No. Ya
intenté y ni siquiera abre las puertas”, le respondí a Dolores. “¿Y ahora que
hago?”, me gritó desde su casa.
Intenté calmarla pero no me escuchaba. Cuando logró
escucharme, porque se calmó, le hice el siguiente planteamiento: si nada de
electrónica funciona tu computadora no estará encendida en todo el día. Dolores
trabajaba en uno de esos centros de llamadas que torturan por teléfono a todo
el mundo. Call Center, los llaman. No entiendo esa manía de ponerle a todo
nombres en inglés y eso que no me considero un nacionalista a ultranza. Lo que
digo es que defendamos el idioma que tenemos que es uno de los mejores del
planeta. Pero quién mierda, con el perdón de ustedes, me va a escuchar, o leer
en este caso.
El jefe de Dolores era un tipo déspota. Tiburcio se
llamaba. Cuando me dijo cómo se apellidaba me dio un ataque de risa. “¿De qué
te reís?”, me preguntó. Le conté que mi abuela me leía un cuento infantil donde
el protagonista era el capitán de un pequeño remolcador y se llamaba Tiburcio.
Tan bien conocía los diálogos, sin saber leer, que cuando mi abuela cambiaba
algo la corregía diciéndole la frase correcta. Cosas de niños. Pero lo de Tiburcio
siempre me causa gracia. Claro que a Dolores no le parece que su jefe sea
gracioso.
Me insistía con llegar temprano a su trabajo. Ya
estaba al borde de terminar mi desayuno cuando se me iluminó el cuarto
superior, es decir mi mente. La iba a llevar con la Rambler. Total
tenía nafta suficiente, aunque hacía días que la había puesto en marcha, pero
de todas formas arrancaba al instante. “Dolores tranquilízate que te alcanzo
con la rural”, le dije por teléfono y me dispuse a terminar mi desayuno y me
fui a lavar los dientes.
Me cambié rápido y manoteé las llaves de la Cross Country que sí
iba arrancar como lo hizo el 400 de Rodríguez. Allí estaba hermosa en el garaje
como diciéndome, “viste ahora me necesitas”. Abrí el portón del garaje y ya
tenía paradita, toda arregladita, a Dolores hecha un puñado de nervios.
“Tranquila, que hoy no vas a trabajar”, le dije mientras le abría la puerta del
acompañante. Subí del otro lado y le di arranque. El Tornado respondió con un
ronquido de fiera salvaje debajo del capot. “¡Qué lindo que suena este motor!”,
dijo Dolores. Me quedé mirándola. Desde cuando mi vecina sabía de motores
viejos. Pero no era hora de averiguarlo sino de llevarla a su trabajo.
Lentamente saqué a la vereda a la Rambler y volví para
cerrar el portón del garaje. Al darme vuelta tenía parados delante de mí a
cuatro vecinos más de la cuadra. Los cuales conozco pero no tengo un trato más
allá del saludo cortés. A todos les había pasado lo mismo. Lo electrónico no
les funcionaba. “Los puedo llevar a todos, pero primero tenemos que dejar a
Dolores en su laburo”, les aclaré de entrada. Ninguno tenía problemas. Todos
seguramente irían al pedo a sus trabajos plagados de equipos que usan
electrónica. Parecían chicos del secundario que saben que ese día van de fiesta
o de paseo al colegio.
Acomodamos a Vanesa en el asiento delantero junto
con Dolores. Atrás iban Fabián, Carlos y Alberto. Distintas edades, diferentes
vidas y muy diversos trabajos. Pero los seis salimos en marcha con la vieja y
querida Rambler hacia el trabajo de Dolores. Que entre paréntesis no queda a
más de 20 cuadras y bien que las podría caminar todos los días para compensar las
horas que tiene su culo en la silla del Call Center, pero todavía no le cayó la
ficha.
La dejamos en la puerta del edificio de su trabajo
donde una multitud de personas se había acercado, la mayoría a pie, o en
bicicleta y hasta algunos en motos, claro que un modelo viejo sin electrónica
en su haber. “¿Y ahora dónde vamos?”, dije como si se tratara del chofer de un
remis. “Vamos a una estación de servicio”, dijo Carlos del asiento trasero.
“¿Para qué?”, fue mi respuesta. En ese momento Carlos cayó en la cuenta que
tampoco los surtidores funcionarían. Claro electricidad hay, pero no funciona
la parte electrónica de los surtidores.
“Pero de todas formas tenemos que pasar igual por
una que está a cinco cuadras por esa avenida”, les dije a mis pasajeros. “¡Vamos!”,
corearon como chicos en una excursión. Esto va a ser divertido pensé. Pero
también seguía imaginando las causas del apagón electrónico. “¡Si al menos la
radio funcionara!”, me dije para mis adentros e instintivamente encendí la
radio de la Rambler.
¡Funcionaba!. Claro que lo único que emitía era estática en todo el dial. “Las
emisoras de radio están plagadas de PC y otros equipos electrónicos”, dijo
Fabián que trabajaba en una FM local y conocía muy bien el tema. “Estamos
incomunicados”, dijo. Y contó que había hablado por teléfono de línea con un
amigo que trabajaba en un diario. Ninguno había salido hasta el momento.
El tema era cómo funcionaban los teléfonos si estos
también tenían servidores y centrales digitales. “Tal vez quedan partes
analógicas y estas con electricidad funcionan”, arriesgó Alberto, que no había
proferido palabra en todo el corto viaje. En la manzana siguiente estaba la Esso que les había
mencionado. Como era de prever nadie estaba cargando combustible.
Entramos en la estación de servicio y el playero
vino corriendo agitando los brazos. “No funcionan, no funcionan”, gritaba.
“Tranquilo”, le dije mientras me bajaba de la rural y a la cual le había
apagado el motor. Le explicamos lo que sabíamos de los equipos electrónicos y
él nos contó los sucesos que ocurrieron durante la noche. Estaba en servicio
desde la 3 de la mañana y lo había visto todo, o eso creía él.
“Vi todo”, dijo el playero que se llamaba Nicolás.
Nos contó, a todos, que a eso de las cuatro de la mañana se hizo de día por
unos instantes y se vio un resplandor intenso desde el este. O sea desde el
lado del Río de la Plata.
“Cayó en el río”, dijo Nicolás. “¿Qué cayó?”, le preguntó Vanesa, la única
mujer del grupo y la vecina joven de la cuadra. “No sé”, respondió Nicolás.
“Pero algo cayó en el río”, afirmó. Luego que cayó “eso” del cielo unos
segundos más tarde los surtidores se apagaron. Como la computadora de la
estación de servicio, el postnet y todos los celulares que había en el lugar.
“Nada electrónico volvió a funcionar desde ese momento”, dijo Nicolás.
Ahora sabíamos algo al menos. “Eso” del cielo había
producido el apagón electrónico. ¿Pero qué era “eso” que había caído del cielo?
“Porque no vamos hasta la
Costanera a ver que pasa, dijo Alberto en un rapto de locuacidad.
“Total no creo que nos echen de menos en nuestros laburos con el flor de
quilombo que hay. Además no podremos fichar en el equipo lector de las huellas
digitales”, sostuvo con una lógica a prueba de balas. “Vamos”, les dije a mis
pasajeros y los invité a subir a la
Rambler.
En eso veo a Nicolás que venía con un bidón de
nafta lleno. “Lo había llenado para un mecánico que viene todas las mañanas a
buscarlo para lavar piezas. Pero hoy no va a trabajar. Es el que labura con las
inyecciones electrónicas”, me dijo guiñándome un ojo. “¿Cuánto es?”, le
pregunté. “Hoy invita la casa”, me respondió mientras le cargaba los diez
litros del bidón al tanque de la Cross Country. La verdad que no le venía nada
mal, si bien el tanque estaba casi lleno. “Se llenó”, dijo alborozado Nicolás.
Ahora teníamos combustible para ir hasta la Costanera y volver
cómodos y de paso averiguar qué había pasado en el río.
Subimos todos y arrancamos hacia el río. Autos,
camiones y colectivos parados por todas partes. A los colectivos del servicio
nocturno, el apagón, los había tomado por sorpresa a mitad de su recorrido,
incluso con algunos pasajeros a bordo. Pero ya a esa hora, más de las nueve y
media de la mañana, estaban desiertos. Solo quedaba el chofer esperando que
algo o alguien vieran a buscarlo.
La cantidad de camiones parados cerca del puerto
era increíble. Muchos de ellos esperando su turno nocturno de entrada a
descargar, o cargar, mercaderías que merecían transportarse. Nada de eso estaba
sucediendo en el día de hoy. Había movimiento de personas cerca de la Costanera. Personal
de Prefectura Nacional, a pie, andaba de un lado para otro desorientados como
las hormigas cuando se les desarma el hormiguero. Despacio sin que lo notaran,
por la gran cantidad de camiones detenidos, logramos escabullirnos en busca de
“eso” que había caído del cielo.
A muy poco de circular por la Avenida Costanera
vimos “eso”, era inmenso y de un fuerte color amarillo dorado. Con el
resplandor del sol matutino brillaba con una intensidad que cegaba los ojos.
Busqué un lugar donde estacionar la
Rambler y nos bajamos a ver “eso” sumergido a medias en el
Río de la Plata.
“¡Qué lástima que no traje la cámara!”, gritó Fabián. Todos nos dimos vuelta
para mirarlo. “¡Qué estúpido!”, se dijo cuando cayó en la cuenta que si no era
una cámara de rollo, como las viejas, no funcionaría.
Parado y apoyado en la baranda de cemento de la Costanera estaba un tipo
algo mayor que no apartaba la vista de “eso” que estaba en el río. Despacio me
acerqué a él. Me puse a su lado y comencé a mirar “eso”. Al rato de estar en
silencio comencé a notar que el color amarillo dorado iba variando de colores y
nunca volvía a pasar por el mismo tono.
“Hace cinco horas, creo que más, que lo miro y
todavía no repitió un color”, dijo el tipo de la Costanera. “Estaba acá
cuando cayó”, me dijo mirándome por primera vez a la cara. Entonces como si
necesitara contarle a alguien lo vivido comenzó su narración. El tipo vivía en
un pequeño departamento que se calentaba como horno en el verano y buscando
algo de fresco solía, en las noches, subirse a su bicicleta y pedalear hasta el
río. Ahí se pasaba muchas horas buscando una brisa fresca que lo refrescara.
Cuando lo lograba se montaba en su bicicleta y se volvía a su diminuto
departamento a tratar de conciliar el sueño. Cosa que no lograba porque la
ciudad comenzaba a despertarse a su regreso a casa.
Estaba en eso de retornar al hogar cuando oyó a sus
espaldas un bramido y al darse vuelta vio “eso” que caía del cielo directo al
río. Buscó refugio porque se imagino lo peor. Un estallido y un posterior
incendio. Pero nada de eso pasó. Solo que una ola barrió la avenida a todo su
ancho y lo hizo sopa. Así que quedó mojado de la cabeza a los pies junto a su
bicicleta a punto de emprender el regreso a casa.
“Pero hace tanto calor que ya me sequé. Además me
quedé mirando 'eso' que cayó del cielo y no sabes la paz que me transmitió. Al
poco tiempo se produjo un silencio en toda la costa. Fue, es, una experiencia
increíble. Noté algo raro cuando todos los vehículos se pararon”, dijo el tipo
de la Costanera.
“Claro si no funciona nada que tenga electrónica”, le dije. “Pero no así lo que
tiene electricidad. Porque ustedes vinieron en la Rambler ”, dijo mientras
apuntaba con un dedo a mis pasajeros y a la rural estacionada en la Costanera. Le dije
que era cierto y que hasta la radio de la Cross Country
funcionaba normalmente.
“¡La radio funciona!”, exclamó y salió al trote
para donde estaba estacionada. Atrás, como pude, lo seguí. Mientras trotaba
detrás de él pensaba qué querrá este tipo. Se paró en seco al lado de la Rambler y me dijo, “encendé
la radio”, casi como una orden. Le dije que solo se escuchaba estática, pero
insistió. Me subí del lado del acompañante y giré la perilla de encendido. Algo
cambió en ese mismo instante.
Una voz de mujer anunciaba las noticias de las
siete y media de la mañana. “¿La mañana?”, pensé para mis adentros mientras
miraba la cara del tipo de la
Costanera. “La temperatura a esta hora es de 22 grados y la
humedad del 75%. Es la hora 7 y 33 minutos en la ciudad de Buenos Aires”,
anunció la locutora de la radio. Pero si es más tarde. Deben ser como las diez…
El trino de un zorzal me devolvió a la realidad. Su canto era persistente,
insistente diría en esa mañana de los últimos días de verano. Eran las siete y
media de la mañana de un día como cualquier otro donde todo funcionaba a la
perfección. Incluso todo lo electrónico. El día recién comenzaba para mí y
todo, absolutamente todo, funcionaba normalmente.
Mauricio Uldane
Pueden leer todos
los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este enlace: http://archivodeautos.blogspot.com.ar/p/relatos.html
Archivo de
autos es armado en un ciber por falta de recursos económicos ya que no cuenta
con financiación o publicidad de ningún tipo.
¡GE-NIAL, como siempre!
ResponderBorrarVon Ristoffen:
BorrarMe alegra mucho que te gustara el relato dominguero.
Saludos.
Mauricio Uldane