Mi regreso a casa implica cruzar las vías del
ferrocarril que mantendré en secreto dado los acontecimientos que narraré. Ese
cruce es por un lugar que no figura en los planos de la empresa ferroviaria.
Son los que hacen los vecinos para no tener que caminar una pila de cuadras
para ir del otro lado de la vía. Porque ahí es donde vivo: del otro lado de la
vía.
Ya era de noche, o hacía poco que había anochecido.
El barrio es tranquilo, más si tenemos en cuenta que la calle que desemboca en
la vía es de tierra y su continuación, del otro lado de la vía, también. Así
que el tránsito es de escaso a nulo. Tranquilo venía por la vereda cuando
diviso a un hombre que viene por la calle paralela a la vía del tren, que también
es de tierra.
Algo raro me llamó la atención en el tipo. Tenía
pantalones de vestir, camisa con corbata y un portafolios. Eso no es raro, lo
raro de esa vestimenta es el barrio. No concuerda para nada con un vecino de la
zona. Extraño. Por eso comencé a observarlo con atención.
El tipo estaba hablando con su teléfono celular,
nada extraño, todo el mundo lo hace, más en estos tiempos que nos tocan vivir.
Subió al endeble y provisorio puente que está por encima de la zanja, a la cual
casi todo el vecindario deposita su basura, que suele flotar a la primera
lluvia que cae. Siguió cruzando la vía y hablando por celular y al cruzar la
vía enfiló hacia la izquierda por la calle paralela a la vía, que también es de
tierra.
Lo seguí con la vista y veo que vuelve sobre sus
pasos. Casi nos cruzamos al final del paso en la vía. El tipo regresa a
realizar el cruce de la vía. La luz de locomotora anunciaba la proximidad de un
tren rumbo a la próxima estación. ¿Qué va hacer este tipo?, pensé. ¿Se va a
suicidar? Si lo hace me corro un poco para que la sangre no me salpique cuando
la locomotora lo lleve por delante.
Me quedé expectante unos pasos más adelante viendo
que iba hacer. Seguía hablando por su celular. Parecía que discutía con su
interlocutor. Por un momento pensé que era alguien que trataba de disuadirlo
que no se matara.
Pero lo más sorprendente estaba por pasar. Volvió
sobre sus pasos como si intentara arrogarse al paso de la locomotora. Seguía
inmóvil sin poder reaccionar. Para salvarlo era tarde y para la salpicadura
estaba lejos. Seguía hablando por su celular y su furia había aumentado. En eso
lo inesperado de todo.
El tipo revolea con todas sus fuerzas el celular
contra la locomotora y ya sabemos cómo quedó el celular. Hecho eso sale
disparado a la carrera por la misma calle en la que, yo, venía caminando. ¿Qué
carajos pasó? ¿Se volvió loco este tipo? Pero había cosas más raras. Empezó su
carrera como fugándose de algo y sacó otro celular y se puso a hablar. ¿Otro
celular? ¿Por qué tenía dos celulares?
Todas esas preguntas estaban en mi cabeza. Tratando
de descifrar como un tipo vestido como él con un portafolio, algo inusual en el
barrio, se comportó de esa manera. Subí a la vereda y marché con mis dudas
hacia mi casa, que ya estaba muy cerca. En eso oigo a mis espaldas el ruido de
un auto que avanza por la calle de tierra paralela de este lado de la vía.
Frena de golpe justo a la salida del cruce de las vías. Una Ford EcoSport negra
con los vidrios polarizados. Pega la vuelta a toda velocidad y sale lanzada por
donde vino. Esa calle de tierra tiene su cruce, con otra calle cortada por la
vía, que está asfaltada desde hace muchos años.
¿Qué raro? Toda la situación era confusa desde el
tipo con portafolio hasta la EcoSport
negra. Mi cabeza seguía tratando de armar la situación que habían visto mis
ojos. ¿Por qué el tipo arrojó el teléfono celular contra la locomotora? ¿Por
qué unos instantes más tarde apareció de la nada la EcoSport negra? En esos
pensamientos estaba cuando me di cuenta que al tipo lo estaban rastreando en su
llamada, y este lo sabía. Por eso cruzó la vía y la volvió a la cruzar por el
mismo lado por donde había venido. Estaba esperando a la Ford EcoSport negra,
venían por él y no precisamente para saludarlo como buenos amigos. Algo más
turbio había en toda la situación y se daba en un barrio alejado con un solo
testigo presencial. Menos mal que no vi si se lo cargaban en la camioneta o
peor si lo mataban en el lugar.
Todavía no logro saber qué pasó en esa situación,
porque solo vi lo que pasó pero no conozco el trasfondo que llevó a ese hombre
a actuar de esa manera. Y además era evidente que tenía algún respaldo porque
habló por otro celular con alguien poniéndolo al tanto de la situación. Imagino
que este aparato no estaba siendo rastreado por los de la EcoSport negra. Claro que
no crucé la vía para saber si lo seguían del otro lado.
Los que nos les conté que el tipo eligió el paso
hacia mi casa porque para encontrar un paso a nivel para autos hay que hacer
varias cuadras en ambos sentidos. Nada tonto. Hasta que los de la EcoSport encontraran un
paso a nivel el del portafolio ya se había hecho humo. Tal vez alguien lo
esperaba a oscuras en alguna de las calles solitarias del barrio a esas horas
de la noche de un día de semana. Solo yo estaba caminando de regreso a casa
luego de un día de trabajo.
Nunca sabré lo que pasó. Solo lo que vi en ese paso
a nivel peatonal, provisorio para toda la vida, muy cerca de mi casa. Es un
buen piso para el guión de una novela policial o película de espías.
Juan venía hablando por su celular. “Les dije que
así no negocio”, le decía a su interlocutor del otro lado de la línea. “Los
papeles los tengo conmigo”, dijo. “Pero valen 100.000 pesos. Ni un peso menos,
ni un peso más”, afirmó muy enfáticamente mientras caminaba por esa calle de
tierra de ese desolado barrio suburbano. Juan no vio, en la esquina, antes del
paso a nivel provisorio a un tipo que venía caminando justo hacia su encuentro.
“Quiero esa plata porque es la que ustedes me
robaron”, dijo Juan al tipo que lo escuchaba del otro lado de la línea. “No te
vamos a pagar esa locura. Lo máximo que te podemos dar es la mitad y te
perdonamos la vida”, le dijo Máximo el tipo que estaba sentado en una Ford EcoSport
negra. Estaban en camino hacia donde Juan hablaba por su celular. Lo estaba
rastreando, con una notebook, otro tipo en el asiento trasero.
“Lo tenemos está a dos cuadras a la izquierda.
Cerca de las vías del tren”, dijo el tipo de la computadora. Máximo le hizo
señas al chófer que se apurara. Ya tenían a Juan y los papeles que comprometían
a su jefe, un alto funcionario del municipio. Si salía a la luz la estafa que
estaban haciendo todo se iba al demonio. La corriente interna del partido los
iba a destruir y perderían todo lo que habían logrado.
Y vaya que lo fue. Esperó que el tren se acercara y
cruzó. Seguía hablando con Máximo sabía que este buscaba ganar tiempo. No le
iban a pagar lo que Juan pedía, ni siquiera los 50.000 pesos que le ofreció
Máximo. Lo que querían los de la
EcoSport negra eran los papeles y a Juan muerto. Por eso era
que los tres estaban bien armados y Juan no iba a salir con vida de la reunión.
El tren estaba a unos metros y la locomotora tocaba
la bocina como enloquecida porque vio a Juan girar sobre sus pasos y retornar
hacia las vías. El bramido del motor y la bocina eran ensordecedores. Pero no
taparon la puteada de Juan a Máximo antes de arrojar a las ruedas de la
locomotora el celular rastreado.
Juan cuando arrojó el teléfono salió disparado y
buscó entres sus ropas su celular con el que llamó a Silvia para avisarle que
estaba corriendo. Tomó la calle por la que vino aquel hombre solitario en esa
noche de semana. Silvia lo esperaba con su auto a una cuadra. Llegó justo
cuando, Juan a toda carrera alcanzaba la esquina. La frenada cortó el silencio
de la calle desierta en esa noche. Juan abrió la puerta y las ruedas delanteras
del Gol anunciaron que salían disparados en fuga.
“Me venían a matar”, le dijo Juan a Silvia. “¡Te lo
dije!”, le gritó la mujer al mando del Gol. “Con esos tipos no se puede
negociar”, le acotó Silvia. “¿Y ahora que vamos hacer?”, le preguntó la mujer a
Juan sin apartar los ojos de la calle. “Lo primero bajar la velocidad. No
quiero morir en un accidente. Sobretodo si me salvé de unos mafiosos”, dijo
Juan. “Tengo que pensarlo”, acotó.
“¿No tenías un plan B?”, le requirió Silvia. “Si lo
tengo”, dijo Juan. “Pero me implica a mí. Esos papeles hace años que los tengo
y no dije nada”, le respondió a Silvia. “Soy tan culpable como ellos. Pero no
creía que llegarían a tratar de matarme. Pensé que con un poco de guita me iban
a arreglar”, reflexionó Juan. “Tal vez les pediste mucho”, le dijo Silvia.
“Para ellos no es problema esa cifra. Les podría haber pedido 500.000 o un
millón de pesos y me lo hubieran dado. Lo que no se bancaron es que los haya
traicionado”, le dijo Juan a Silvia.
“Son como la mafia. Una vez que entraste a la familia
la única manera de salir es con los pies para adelante”, dijo Juan como
corolario al dialogo con Silvia. Tarde se había dado cuenta que estaba dentro de
la boca del tigre. Ella pensó que ya estaba metida hasta el cuello por ser la
pareja de Juan. Para sus adentros trató de imaginar cuanto más de vida les
quedaba a ambos. Esa era la incógnita más grande. Ninguno de los dos lo sabían
con exactitud. El tiempo de vida que les quedaba sería una tortura esperando el
guadañazo en cualquier momento. Silvia y Juan no hablaron en el resto del viaje
a casa.
Mauricio Uldane
Pueden leer
todos los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este enlace: http://archivodeautos.blogspot.com.ar/p/relatos.html
sinceramente me encanto
ResponderBorrarSergio:
BorrarMe alegra que te gustara y que le dediques tiempo a leer los relatos que quincenalmente se publican en Archivo de autos.
Saludos.
Mauricio Uldane