La relación con el Yeyo comenzó cuando un día de
esos me lo encontré detrás de la vidriera de una concesionaria. Fue amor a
primera vista, no sería el único. No me cansaba de admirarlo cada mañana, tarde
y noche que pasara por enfrente de la concesionaria. Claro que de a pie. Que
les quede claro que por aquellos tiempos era un peatón más de esta enorme
ciudad.
Me sentía como el chiquilín que miraba de afuera
con la ñata contra el vidrio. Que en este caso no eran parroquianos de un bar
sino un hermoso Yeyo amarillo. De un inmaculado color amarillo maíz que traía a
mi memoria olores de campo y pastura. Como apreciarán estaba totalmente
enamorado de ese auto. Era amor a primera vista, el primer amor a primera
vista.
Cada vez que pasaba lo veía y cuando regresaba de
noche del laburo me quedaba con la cara pegada al vidrio contemplando sus faros
de iodo, sus llantas deportivas y hasta veía su palanca al piso, que solo había
visto en revistas de la época. El amor crecía día a día. Y alguien se percató
de esto.
Una tarde que regresaba de mi trabajo uno de los
vendedores de la concesionaria estaba en la puerta. Como esperándome. Se puso a
hablarme, ni bien me acerqué a él, y me terminó metiendo en la concesionaria
como esos vendedores de ropa que solían existir en el barrio en donde vivo.
Esos vendedores de ropa ya no están, ahora los reemplazaron otros que vinieron
del Lejano Oriente, pero los vendedores de autos siguen con las mismas mañas.
El tipo se largó su discurso de venta como si le
hubieran apretado un botón en alguna parte de su cuerpecito. Sí, cuerpecito
porque el tipo era petiso, bien petiso. No paraba de hablar de las bondades del
Yeyo y de no se qué planes de financiación. En una de esas le dije, “¿puedo
sentarme?”. ¡Por supuesto!”, me dijo el vendedor abriendo de par en par la
puerta del conductor.
Sin pensarlo dos veces ya estaba acomodado en la
butaca de mando del Yeyo. Al acariciar ese volante con los rayos perforados fue
hacer contacto con algo electrizante. Sentí al Yeyo. Y él me sintió a mí.
Cuando pasaba de noche frente a la concesionaria creía que el Yeyo me hacía
luces con sus faros delanteros. Al menos eso me parecía a mí.
Ahora al estar dentro de él sentía parte de esa
energía y creo que el también me sentía. Me envolvía con su butaca, me hacía
sentir como en casa. Sentía las vibraciones en la madera del volante, como de
muchas revoluciones por minuto. Por un momento me pareció escuchar una voz que
me decía “comprame”. Y eso no era nada fácil con el petiso al lado de mi oreja
que no paraba de hablarme de bondades técnicas y facilidades en los pagos.
Con el correr de los años había ahorrado algún
dinero, pero no era suficiente para darlo como anticipo para comprarme un cero
kilómetro. “¿Cuál es el anticipo?”, dije lacónico al vendedor petiso. El tipo
se calló por primera vez desde que entramos a la concesionaria. Lo cual era
mucho decir. Había dado en el blanco.
Me dijo una cifra que era casi exacta con mis
ahorros. “¿Y cómo se puede financiar el resto?”, fue mi segunda lacónica
pregunta. Ahí quiero decirles que el petiso abrió los ojos como el dos de oro.
“Lo tengo”, pensé para mis adentros. En realidad nos teníamos uno al otro. El
había conseguido un cliente y yo un auto, el Yeyo.
Nos fuimos para la oficina para ver todo el
papelerío. Quedé en volver al otro día, era sábado y no trabajaba. Ni bien
abrieron la concesionaria ahí estaba con mis ahorros para dar el anticipo de mi
Yeyo amarillo. El resto lo podría pagar en cómodas cuotas que saldrían de un
trabajo de corretaje, que todavía no tenía.
Resulta que en mi empresa estaban buscando un
corredor para las ventas por los alrededores de la ciudad y todavía no habían
dado con la persona que tuviera movilidad propia. No todos tenían un auto hace
tanto años atrás y menos un cero kilómetro como les ofrecería el lunes
siguiente. Y así fue el martes tenía una nueva tarea dentro de la empresa:
corredor de ventas. De paso dejaba de lado la odiosa oficina y toda su fauna.
Como el dueño me tenía confianza y sabía de mi
responsabilidad para el trabajo no lo pensó mucho, más sabiendo que acababa de
comprar mi Yeyo amarillo. Auto que me cambió la vida para siempre. Hubieran
visto las caras de mis compañeros de laburo cuando el miércoles me aparecí con
el Yeyo. Algunos se pisaron el labio inferior con los pies.
“¿Cómo lo vas a pagar?”, me dijo el gordo García.
El siempre fue, es y será el amargo de la oficina. “Con trabajo”, fue mi
lacónica respuesta. Y así fue que con el corretaje de la empresa, en menos
tiempo del estipulado, pagué las cuotas del Yeyo amarillo y pasó a ser mío para
siempre. Tan bien me había ido con la nueva tarea dentro de la empresa.
Desde que tuve el Yeyo mi prestigio entre las
mujeres se acrecentó. Era difícil que no llegara un sábado a la noche y no tuviera
compañía femenina para yirar por todos lados. Una cosa que las mataba era el
techo corredizo. Nunca imaginé que con el techo corredizo del Yeyo lograra
tanto levante entre las minas del barrio y sus aledaños.
El color las traía como moscas a la miel. Era la
justa combinación entre el techo corredizo y el color de la carrocería. No
porque fuera precisamente un Adonis. No señor, soy realista. No soy un galán con
mi figura, pero dentro del Yeyo era imbatible. O al menos eso creía. Un poco el
Yeyo se me había subido a la cabeza como le pasa a cualquiera que se cree
ganador.
Me iba muy bien en el laburo, tenía un auto cero
kilómetro y montones de mujeres a mis pies. Me creía un Dios hasta que pasó lo
que tenía que pasar. Se me cruzó una mujer. ¡Y qué mujer! Pero no me quiero
adelantar a los acontecimientos y se los narraré tal y cómo sucedieron aquellas
tarde de verano en una ruta desolada a la hora de la siesta.
Porque cuando ocurrió mi encuentro con “esa mujer”
la siesta era una institución que se respetaba a rajatabla en los alrededores
de la ciudad. Nadie en su sano juicio osada deambular por ahí con esas
temperaturas cálidas que hacían trepar los grados por muy encima de los 30.
Casi como mi edad. Ya era un maduro cuando “esa mujer” se me cruzó en la ruta
desierta. No lo olvidaré jamás.
Tenía el techo corrido, los cuatro vidrios bajos y
las toberas de ventilación abiertas y el calor era insoportable. Lejos estaba
el aire acondicionado. En la ruta, nadie. Solo yo con mi Yeyo amarillo rumbo a
un cliente lejano al que pensaba llegar justo cuando estuviera abriendo su
local. En eso la veo. Parada en la ruta junto a su auto. El capot levantado y
ella que se asoma desde la trompa y me hace señas.
Verla me paralizó el corazón y eso que todavía estaba
lejos, pero su figura se recortaba en su vestido liviano y dejaba ver una
silueta para quitarme el aliento. Allí estaba con su vestido floreado y su
presencia casi angelical. Como si hubiera descendido del mismísimo cielo. Creo
que el calor de la tarde de verano me había hecho mal en la cabeza.
Pero la morocha no era un espejismo. Sobretodo
cuando se inclinó y asomó por la ventanilla del acompañante para hablarme. Fue
una marea de rulos negros que estaban bañados por un par de ojos tan azules
como el inmenso mar. Por un momento me sentí arrullado por su perfume, su
sonrisa y el tintineo de sus pulseras en la muñeca izquierda.
Su voz me sonó como el canto de los ángeles con tu
tono medio, ni agudo, ni grave. Un tono exacto como para oír de por vida. Fue
amor a primera vista, el segundo amor a primera vista. Y el mejor de todos.
Aunque las cosas no siempre salen como a uno le gusta, o imagina.
Cuando logré conectar con la realidad me enteré que
Mercedes, ese era su nombre, se había quedado sin nafta en su auto. Al parecer
el medidor de combustible dejó de prestar sus buenos servicios y marcaba como
medio tanque cuando en realidad estaba seco como lengua de loro. “No viene
nafta al carburador”, me dijo la bella morocha. “¡Ah sabe de mecánica!”, me dije
para mis adentros.
“¿No será la bomba de nafta?”, le respondí. Ahí me
contestó que también lo había pensado y que la bomba funcionaba bien. Le había
sacado la manguera al carburador y había probado que no venía nafta. Por un
momento me pregunté cómo había hecho para darle arranque si estaba sola. Pero
viéndola me imaginé que se las había arreglado de alguna forma para hacerlo.
Pero igualmente me acerqué al auto y realmente
comprobé que no venía nafta. Entre los dos probamos nuevamente y nada no venía
nafta del tanque. Medimos la nafta del tanque con una manguera que tenía en el
baúl y salió seca. “Hay una estación de servicio como a unos diez kilómetros
adelante. Te puedo alcanzar”, le dije. Se alegró mucho que la pudiera ayudar.
Había comenzado mi relación con Mercedes.
“No tengo bidón”, dijo Mercedes. “No te preocupes
en la estación de servicio tienen unas bolsas de plástico que carga cinco
litros. Sino compramos un bidón de plástico”, le respondí. “¿Compramos?”, me
preguntó con una sonrisa que hubiera descongelado el témpano con el que chocó
el Titanic. Y eso que la película todavía no se estrenaba…
Con la sonrisa en sus labios se sentó a mi lado en
el Yeyo. “¡Qué sensación!”, me dijo Mercedes al posar sus reales. ¡Y qué
reales! “¿Qué sensación?”, le pregunté. “El asiento. Es como si me acariciara”,
me respondió Mercedes con cara de sorpresa. Esa sensación había sentido la
primera vez que me senté en el Yeyo cuando todavía no lo había comprado en la
concesionaria.
Dentro de mí se me ocurrió pensar que el Yeyo la
quería a Mercedes. O al menos le caía simpática. Entre chistoso y piola le
dije, “es que el Yeyo siente”. “¿No será como en ‘Cupido Motorizado’?”, me
preguntó con cara de asombro. “Al menos el Yeyo no se maneja solo”, le dije con
una sonrisa ganadora. Se rió y emprendimos la marcha hacia la estación de
servicio.
Charlamos durante los diez kilómetros que nos
separaban de la nafta para su auto. Realmente Mercedes era una mujer
encantadora. Simpática, chistosa, inteligente y bella, no, bellísima. Creo que
era imposible no enamorarse de ella. Sus rulos negros, su sonrisa o sus ojos
azules como el mar. ¿Les parece que me había metejoneado con esa morocha
descomunal? Sí. Así era y ya lo sabía cuando llegamos a la estación de
servicio.
Por supuesto que tenían las famosas bolsas bidón.
Pero bidones de plástico no había. Los habían vendido todos durante el fin de
semana largo. Así que le sugerí a Mercedes que comprara dos de 5 litros para no
tener problemas con la falta de combustible. “Ahora tengo que ver quien me
lleva a mi auto”, me dijo Mercedes. “Yo, quien más”, le contesté. “¿Pero no
ibas para otro lugar?”, me preguntó con extrañeza en los ojos.
A lo que le respondí que era una dama en apuros y
no la iba a abandonar en esa estación de servicio perdida en el medio del
camino. Me sonrió y lo que quedaba del témpano del Titanic desapareció. Se
acomodó nuevamente a mi lado y yo le entregué las dos bolsas con la nafta que
las tendría que llevar sujetadas con las manos. Esas bolsas eran prácticas. Las
podías tener en la guantera del auto. Pero una vez llenas no podías apoyarlas
en ningún lado.
Estaban pensadas para ser transportadas en la mano.
Hasta tenían los agujeros para que pasaras los dedos en uno de sus ángulos. Mi
viejo tiene todavía una dando vuelta por la casa y han pasado más de cuarenta
años. Ahora es imposible pensar en ese tipo de bidón de emergencia. Pero en
aquellos años la salvaron a Mercedes en esa ruta desolada.
Volvimos al auto y le cargamos los diez litros de
nafta. Costó algo ponerlo en marcha pero arrancó. “Andá adelante que te sigo”,
le dije a Mercedes. “Pero, ¿no tenías que ver a un cliente?”, me preguntó. “Si,
pero no hasta que me asegure que llenas el tanque de nafta”, le dije muy serio.
Se rió nuevamente y ahora no había témpano de descongelar. El que hacía agua
era yo.
La escolté, nuevamente, hasta la estación de
servicio donde llenó el tanque de combustible. Eran años donde llenarlo no
implicaba un crédito blando, ni había esos elementos de plástico de lindos
colores. Solo había billetes que se sacaban de una billetera, fuera uno mujer u
hombre. Las cosas cambian y la verdad que no sé si para bien.
Luego de cargar el tanque de nafta, Mercedes, no
sabía cómo agradecerme mi atención en esa ruta perdida. “Si no te comprometo.
Un café una tarde de estas no estaría mal como pago”, le dije con una sonrisa
pícara. Se rió mucho nuevamente. A esta altura de la tarde era un chaquito. “No
me compremetes en absoluto. Y será un placer compartir un café con vos. Llamame
cuando quieras”, me dijo y me dio su tarjeta personal.
Era, perdón, es doctora. Mejor dicho gerontóloga.
Ese tipo de médico que se dedica a los más viejitos. Ahora entendía el trato,
la amabilidad y la paciencia para escuchar al otro. “Me va a venir muy bien”,
le dije señalando la tarjeta. “¿Por qué?”, me preguntó muy intrigada. “Para
cuando sea un viejito y necesite ayuda”, le respondí. Se rió mucho, pero mucho
porque entendió en un segundo a dónde iba mi comentario. Mercedes tiene eso:
entiende las cosas antes que cualquier ser humano sobre este planeta.
La despedí con la clara idea que la llamaría por
teléfono ni bien pudiera acomodar mis horarios. Horario que se había ido al
diablo para llegar a mi cliente. Al cual de todos modos llegué, aunque algo más
tarde de lo previsto. Pero que cuernos importaba: había conocido a la mejor
morocha del mundo, Mercedes.
A la semana exactamente la llamé para que me pagara
mis gentiles servicios, y los del Yeyo, por supuesto. Ese pago convenido era un
café. “Doctora la llamo porque tiene una deuda conmigo”, dije al teléfono. “¡Al
final llamaste!”, me respondió Mercedes reconociéndome de inmediato. Esta mujer
no dejaba de sorprenderme. Y todavía los identificadores de llamadas eran pura
ciencia ficción.
“¿Me demoré mucho?”, pregunté tímidamente.
“¡Claro!”, me dijo con una sonrisa que era inocultable del otro lado del
teléfono. Arreglamos el lugar, que eligió Mercedes, como correspondía. El
barcito era encantador ni bien llegué me enamoré del lugar. Mercedes me hacía
señas desde adentro en una mesa junto a la ventana de la esquina.
“¿Encontraste bien el lugar?”, me preguntó con una
amplia sonrisa. Esa, la que derrite témpano sin importar el tamaño. “Si. Es
fácil llegar”, le respondí. “Para mí es como mi segundo hogar. Mi viejo me
traía desde muy chica a tomar café con leche y medialunas”, me dijo con una
cara de ensoñación. Temí preguntar por el padre. Pero inmediatamente Mercedes
me dijo, “el domingo vinimos a almorzar los dos”.
Bueno al menos el viejo no está muerto, pensé. En
ese momento se acercó el mozo y me preguntó que iba a tomar. Le dije que un
café. “Porque no te pedís un café con leche con medialunas”, me dijo Mercedes.
Le dije que bueno que estaba bien. Los dos encargamos lo mismo. El mozo al
retirarse le dijo a Mercedes, “enseguida te los preparo Mecha”.
Me quedé helado por el trato familiar del mozo.
Ante mi cara de sorpresa me dijo, “me conoce desde que tengo cinco años”. Nos
reímos como dos chicos. Los demás parroquianos se dieron vuelta para mirarnos y
pensar que estábamos locos. Sí, locos de amor, uno por el otro. Ese café con
leche y medialunas fue el más rico de mi vida. Y el primero de los muchos que
tomé, en ese barcito de la esquina, con Mercedes. Claro que afuera, estacionado
junto a la vereda, estaba el Yeyo.
Fueron muchas visitas a ese barcito. Ahí conocí al
padre de Mercedes. La madre había muerto cuando ella era chica y el padre hizo
un poco de él y de madre. Un tipo macanudo que enseguida se enamoró del Yeyo y
en parte de mí. Más cuando una tarde lo dejé manejarlo por el barrio. “Parece
que la madera del volante vibrara”, me dijo cuando se sentó por primera vez.
“Si. Este auto siente”, le dijo Mercedes desde el asiento de atrás.
Mercedes ya lo había manejado y había sentido lo
mismo. El Yeyo los quería a los dos, en realidad a los tres. El Yeyo siempre
nos sintió y nos trató como a iguales aunque nosotros tuviéramos al mando.
Nunca quise soltar el volante por miedo a que se manejara solo. Tal vez un día
me anime y lo haga mientras con Mercedes vamos sentados en el asiento trasero.
Tal vez un día lo haga, perdón lo hagamos: ahora somos dos, o tres. Mercedes,
el Yeyo y yo.
Mauricio Uldane
Pueden leer
todos los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este enlace: http://archivodeautos.blogspot.com.ar/p/relatos.html
Archivo de
autos es armado en un ciber por falta de recursos económicos ya que no cuenta
con financiación de ningún tipo.
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