Mi abuelito siempre me decía “nene, no apuestes. Yo
sé porque te lo digo”. Él fue un jugador empedernido que lo perdió todo por
apostar el dinero que no tenía a los caballos. Por eso era su advertencia ante
mi marcada inclinación, desde muy chico a apostar a todo lo que fuera. Primero
fue en la escuela primaria, a las figuritas. A veces ganaba y mucho, pero otras
perdía más de lo que había ganado.
Pero con el correr de los años logré perfeccionar
mis apuestas a todo lo que se me pusiera adelante. Apostaba a ver qué marca de
auto pasaba. Lo hacíamos en el barrio donde me crié con calles empedradas y
paso cansino de los vecinos. Barrio de tanos con camiseta blanca tomando fresco
en la vereda con la silla al revés. Casi una pintura del dibujante Calé. Aquel
que publicaba sus obras maestras en la vieja revista Patoruzú, la que venía en
tamaño tabloide.
En ese barrio, casi de caricatura, apostaba con los
vecinitos del barrio bolitas o figuritas, luego pasaría a dinero contante y
sonante. Pero en la adolescencia el dinero fácil me ganaría el corazón. Malo,
muy malo. Volviendo a esos años de barrio tranquilo y niñez plácida les tengo
que contar que era imbatible. Ya nadie de las cercanías quería apostar conmigo
porque les ganaba todo lo que podía.
Había desarrollado un sexto sentido para saber que
pasaría antes que sucediera. “El te apuesto a que…” era una muletilla en mi
persona. Mi abuelito, que solía estar sentado en una silla en la vereda, igual
que el Tano Pascual, de enfrente, había notado mi clara tendencia a ser un
jugador compulsivo. No hay nada que hacer lo que está en la doble hélice del
ADN es imposible de doblegar. Al menos por ahora.
Mi vida siguió con estudios y carrera terciaria,
pero las apuestas nunca me abandonaron. No me terminé de convertir en un
jugador compulsivo, un ludópata, pero estaba así de cerca de serlo. De más
grande las apuestas crecieron como mi edad. Muchas veces me vi en serias
dificultades para afrontar una apuesta perdida. Pero siempre zafé. Ahora las
cosas están un poco más complicadas. Si bien he desarrollado a pleno ese sexto
sentido creo que estoy metido en un serio problema que me puede costar la vida.
Las vueltas de la vida me llevaron a conocer al
Gordo Mario. Todo un personaje con contactos con la mafia local. De eso me
enteraría mucho más tarde para mi desgracia. Pero como siempre digo “todo se
sabe tarde o temprano”. Lo cierto que el Gordo Mario un día se apareció por el
barrio con un Mehari rojo cero kilómetro. Se lo había ganado en una apuesta, en
una picada de autos en la avenida López, la principal del barrio. Un pobre tipo
no tuvo la mejor idea que apostar su nuevo Mehari a un auto que no iba a ganar
nunca. Claro eso lo sabíamos los del barrio. Era una trampa que siempre usaba el
Gordo Mario para ganar mucha, pero mucha guita.
Verlo todo rojo al Mehari me impactó. Fue amor a
primera vista. A mis veinticinco años ver un cero kilómetro tan de cerca era
emocionante. Además el Mehari era un auto ganador en ese momento. Aunque su hermano
3 CV fuera un utilitario. Pero eso de ser descapotable y con lugar de sobra
para llevar a toda la barra de la esquina tenía su encanto. “¿Me llevas a dar
una vuelta Gordo?”, fue mi súplica de cachorro con hambre. La lacónica
respuesta del Gordo Mario fue un cuchillo en medio de mi pecho: “¡No!”. Eso me
devolvió a la realidad de la vida del barrio. Sabía cómo era el Gordo Mario:
una basura de persona.
El Mehari rojo no me dejó dormir en toda la noche.
Se convirtió en una obsesión peor que mi compulsión a apostar a todo lo que
fuera. Tan mal estaba que un día mi abuelito me dijo, “¿qué te pasa que hace
días que no apostas a nada?”. Le conté lo del Mehari y la cara de mi abuelo lo
dijo todo. No era para nada bueno mi interés por el auto ganado por el Gordo
Mario. “No te conviene estar cerca de esa mierda”, fue la tajante sentencia de
mi abuelito. Una vez más no escuché sus sabias palabras.
Buscaba por todos los medios que el Gordo Mario me
dejara dar una vuelta en el Mehari rojo, aunque fuera de acompañante. El Gordo
sabía de mi debilidad y me hacía cumplir con todo tipo de tareas. Se convirtió
en una situación humillante la cual yo permití y todo por el Mehari rojo. Pero
las cosas cambiarían de un día para otro.
El Gordo Mario también era un apostador compulsivo,
pero tramposo, muy tramposo. Para eso contaba con cómplices que le ayudaban en
la tarea como el Flaco Gonzalo que manejaba el auto de las picadas. A propósito
perdían las picadas para quedarse con la guita de los incautos. Claro que en el
barrio todos los pibes sabíamos como eran las cosas y nunca se nos ocurría
apostar con ellos. Aunque solíamos ir los viernes a la noche a ver qué salames
caían en la trampa. En parte éramos cómplices indirectos. Pero el Gordo Mario
tenía a Jorge que era el encargado de “arreglar” las cosas que salían mal.
Ese “arreglo” incluía golpes, patadas, puñetazos y
hasta exhibición de arma de fuego, pero no pasaban de ahí. Al menos hasta que
apareció el Mehari rojo en la vida de todos nosotros en el barrio. Ese auto fue
un dolor de cabeza para muchos de nosotros. Y sigue siéndolo aunque pasó mucho
tiempo. Corrían los meses y no me podía sacar de la cabeza al Mehari. “Es solo
un auto, pibe”, me decía una y otra vez el sabio de mi abuelito, pero seguía
sin hacerle el menor de los casos.
El Mehari se convirtió en un berretín. Como dicen
los tangueros. Pasó a ser una cuestión de honor sin tener nada que ver. En
definitiva el auto no era mío y el Gordo Mario se lo había ganado en una
apuesta. Una apuesta trucha, pero una apuesta al fin. Cuando logré entender eso
comenzó a gestarse dentro de mí un plan que sería el que me trajo todos los
demás problemas. Se me metió en la cabeza que el Mehari sería mío. Que se lo
ganaría al Gordo Mario en una apuesta. Una locura conociendo de antemano cómo
operaba él. Pero el refrán dice “el que le roba a un ladrón, tiene cien años de
perdón”. Lo que no entiendo que perdón buscaba sino no iba a robar nada.
Mi idea peregrina era usar mi sexto sentido para
realizar una apuesta que obligara al Gordo Mario a darme legalmente el Mehari
rojo. Pero cómo cuernos iba a lograr convencer al Gordo de apostar ese auto del
cual él también se había enamorado. No lo dejaba un minuto solo. Si no lo
manejaba él se lo dejaba en custodia a Jorge y sabemos claramente cómo “arreglaba”
las cosas ese tipo. Mejor no meterse cuando Jorge estaba cerca del Mehari.
Pensé mucho tiempo cómo convencer al Gordo Mario a
apostar el Mehari en algo que lo hiciera sentirse ganador de antemano. Quería
que estuviera convencido que sería como robarle los caramelos a un pibe en la
vereda. Meses estuve pensando la forma de convencerlo de esa apuesta gloriosa.
En la que se me iría la vida, según la visión del Gordo Mario. Pero para mí
sería ganarme en buena ley el Mehari rojo.
Un día de casualidad descubrí que pasaba por la
calle empedrada, que vivía, un Messerschmitt de los años cincuenta que parecía
escapado de una calesita. Conocía bien a ese modelo porque lo había visto en
una vieja revista que conservaba mi abuelo. Lo que nunca había visto era uno en
la calle y menos que pasara por la puerta de mi casa. Lo hacía casi al caer la
tarde. Solo los días jueves. En el resto de la semana no pasaba. Tampoco sabía
de dónde venía, ni a dónde iba. Esa iba a ser mi apuesta con el Gordo Mario.
Descabellada de cabo a rabo y como tal sería la
excusa perfecta para que el Gordo me creyera rematadamente loco y perdedor de
antemano. Pero había que montar la escena. Yo conocía la apuesta y mi triunfo
de antemano. Así que había que hacer un trabajo fino con el Gordo Mario para
hacerle el entre. Entre medio rogar para que el Messerschmitt azul no dejara de
pasar los jueves a la tardecita con su clásico sonido de dos tiempos.
Comencé un viernes con la tarea psicológica del
Gordo diciéndole que si no apostaría el Mehari. “¡Estás loco pibe! ¡No sabes lo
que me costó!”, me dijo en una risotada. “Pero si se lo ganaste con la ayuda
del Flaco Gonzalo”, dije viendo que la risa se transformaba en un rictus.
“¿Quién te dijo eso?”, me preguntó casi en un grito. Le dije que todo el barrio
lo sabe. Entonces como nervioso comenzó a mirar a derecha e izquierda. “Pero no
tiene que salir del barrio”, me dijo. No se porque pero algo lo inquietó. Y ver
al Gordo Mario asustado era más difícil que al Messerschmitt azul pasando por
la puerta de mi casa.
Esta es la mía pensé. Le encontré un lado flaco al
Gordo, digo sin metáfora alguna. Porque de flaco no tenía nada. Desde ese
viernes las cosas con el Gordo Mario cambiaron. Me comenzó a tratar con respeto
y hasta diría que con cierta deferencia. Temía que hablara por ahí de cómo
había conseguido el Mehari rojo. Tardaría mucho tiempo en saber a quién le
había “robado” el Mehari. Tarde, muy tarde.
Durante el fin de semana las cosas con el Gordo
Mario mejoraban diría que hora tras hora. El domingo por la tarde, como siempre
estábamos con mi abuelito sentados en la vereda cuando dobla por la esquina el
Gordo con el Mehari y se para en la puerta de casa. “Hola. ¿No querés dar una
vuelta?”, dijo desde el inclinado Mehari. No lo dudé y en un salto estaba al
lado del Gordo tratando en vano de compensar la inclinación de la suspensión.
En mi cabeza una pregunta tonta me asaltó. “¿Para que querrá un auto que parece
un barco escorado cuando se sienta dentro él?”. El Gordo Mario daba más para un
Ford Falcon o un Chevrolet 400, pero no para un Citroën Mehari con sus
características suspensiones.
Dimos unas vueltas y el Gordo me trataba como a un
sobrino. “Di en el blanco”, pensaba dentro de mi cabeza. Era evidente que no
quería que se supiera que había ganado el Mehari en una apuesta arreglada y que
el Flaco Gonzalo trabajaba para él. Su prestigio de apostador se iba por la
cloaca si alguien sabía de eso. Aunque, por su actitud, alguien más estaba al
tanto y lo estaba esperando para hacerlo pagar por sus fechorías.
Justo a mí se me tenía que ocurrir apostarle el
Mehari. La verdad que soy un salame, pero que le voy hacer nací para apostar y
no puedo evitarlo. Para el lunes éramos como chanchos con el Gordo Mario.
“Pibe, no sabes cómo te quiero”, me decía el Gordo y juro solemnemente que no
estaba borracho. Luego me enteraría que el Gordo no probaba una gota de
alcohol. Su padre alcohólico lo había maltratado mucho cuando era un chico.
Para él un vaso de vino era el demonio hecho líquido.
El martes por la tarde le dije al Gordo “te quiero
apostar el Mehari”. Y me quedé muy serio mirándolo. Se río. Pensé se va todo a
la mierda, pero no fue así. “Y con que me vas a pagar”, me dijo. Daba por
descontado que ganaría no sabía de mi Messerschmitt azul. Ese era mi caballo del
comisario. “Por dos años te lavo todas las semanas el Mehari. Con sol o con
lluvia”, le dije. En realidad no había pensado que le apostaría. Por supuesto
que no tenía un auto para ofrecer en oposición. Por unos instantes pensé que mi
plan fracasaba, pero increíblemente el Gordo aceptó.
Más raro fue que aceptara mi apuesta. Le dije que
apostaríamos que pasaría un auto de tres ruedas por la puerta de mi casa el
jueves a las seis de la tarde. “Pibe, vas a lavar el Mehari por dos años”, me
dijo el Gordo. Me dio la mano y aceptó la apuesta. No podía creer lo que había
hecho. El Gordo Mario casi me estaba regalando el Mehari. Claro eso decía
porque sabía lo que sucedería dos días más tarde. Eso es la parte tramposa de
todo este asunto. Casi como una de las apuestas del Gordo. Pero tardaría tiempo
en darse cuenta. Siempre hay alguien que habla de más.
A las cinco y media de la tarde tenía al Gordo
Mario con el Mehari estacionados en la puerta de mi casa. “Falta media hora”,
le dije. “Vine a tomar unos mates con el lava autos del Mehari”, me dijo
mientras largaba una sonora carcajada. Mi abuelito de mala gana le convidó con
un mate. Tomamos algunos hasta que mi abuelito se hartó del Gordo y se fue para
adentro. Quedamos solos los dos esperando las seis de la tarde. El caer ese día
de otoño algo fresco, pero lindo.
“Bueno pibe son las seis de la tarde y no veo
ningún auto de tres ruedas”, me dijo dándome palmadas en la espalda. En ese momento
escucho el clásico sonido del motor de dos tiempos. Era el Messerschmitt azul
que venía traqueteando por el empedrado de la calle. Lo miré al Gordo Mario y
la mandíbula se le cayó. Seguía con la mirada a ese autito, casi de juguete,
que se estaba llevando su amado Mehari rojo. Lo siguió con la vista hasta que
se perdió en el horizonte empedrado.
“Me ganaste”, me dijo de una forma que me estrujó
el corazón. Era un hombre abatido que le había ganado un pibe de 25 años, a un
mañoso apostador del doble de edad. Algo honorable quedaba dentro suyo porque
se metió la mano derecha en el pantalón y extendió las llaves del Mehari.
“Pibe, es tuyo. Te lo ganaste en buena ley. Mañana por la mañana firmamos todos
los papeles”, me dijo totalmente derrotado. “Te llevo a tu casa”, le dije en
todo triunfante. Y así lo hice. El Gordo Mario no dijo nada en todo el viaje a
su casa.
Volví y guardé “mi” Mehari rojo en el garaje que
antes albergara la Rambler Cross Country que supo tener mi abuelito antes que
lo apostara en una carrera de caballos. Ahora era el feliz propietario de mi
propio auto sin gastar un solo peso. Pero las cosas se complicarían mucho y en poco
tiempo. El Gordo Mario cayó en una depresión profunda y nada, ni nadie lograban
sacarlo del pozo que le produjo la pérdida del Mehari rojo.
Un día apareció en el barrio un tipo preguntando
por el Gordo Mario. Le dijeron donde vivía y allá fue. El tipo era un matón a
sueldo de Gómez el anterior dueño del Mehari rojo. Al que el Gordo Mario y el
Flaco Gonzalo le había birlando con artimañas en las apuestas. El Gordo después
de unos cuantos golpes confesó que había hecho trampa, pero que el auto lo
había perdido en una apuesta legal. No le dio mi nombre y el Mehari no estaba a
la vista. Así que el matón dejó el barrio con unos cuantos huesos quebrados en
las humanidades del Gordo y el Flaco. Y no era chiste. Para nada.
Pasaron lo meses y las aguas se aquietaron y mis
salidas con el Mehari rojo eran un placer. Las chicas del barrio se me tiraban
dentro y yo no podía evitarlo, ni quería. Pero la dicha dura poco y como dije
siempre hay alguien que habla de más. El Gordo se enteró que el Messerschmitt
azul pasaba por delante de mi casa mucho antes que le propusiera la apuesta.
Fue Jorge el bocón.
También él lo había visto al Messerschmitt azul
pasar todos los días jueves a la tardecita, incluso seguía pasando. Para mí las
cosas se pusieron feas. Cuando el Gordo y el Flaco se recuperaron de sus
quebraduras vinieron hechos una furia a la puerta de mi casa. Querían el
Mehari. “Si se entera Gómez te mata”, le dije detrás de la mirilla de la
puerta. “Al que te voy a matar es a vos”, me gritó el Gordo Mario. “Me hiciste
trampa sabías que el auto iba a pasar”, gritaba del otro lado de la puerta de
calle. Del fondo mi abuelito me decía “te dije que no te metieras con ese
tipo”. Pero ya era tarde.
Un día bien temprano antes que el barrio despertara
abrí el portón del garaje de casa y salí con el Mehari. Era un viaje de ida y
lo sabía. Lo que no sabía era cómo terminaría y adónde. Salí despacio sin hacer
mucho ruido, pero el barrio tiene ojos y oídos por todos lados y el Gordo Mario
se enteró de mi salida de mi guarida. Las cosas comenzaron a acelerarse como en
una película de acción. Cuando me quise dar cuenta tenía al Gordo y el Flaco
detrás de mí y no precisamente para desearme buen día.
Estoy jugado así que hagamos lo que sea por salvar
el pellejo y al Mehari rojo. Comencé a escabullirme dentro del tránsito
matutino de la mejor forma que podía. Buscaba las calles con más tránsito para
frenar la carrera de mis perseguidores que por supuesto venían en un auto más
rápido que el mío: un Falcon verde. Malos recuerdos del pasado. Pero el Mehari
era lo suficientemente ágil para poder meterme en lugares que el Falcon tenía
restringido.
Como descubrir esa calle salvadora. En el barrio se
contaban historias de pibes. Una era que había una calle en la ciudad que
terminaba en escalera. “No puede ser”, les decía. “Es cierto Juan”, estuvo ahí.
Juan afirmaba que los padres lo había llevado de paseo a un parque de
diversiones y a la vuelta se toparon con esa rara calle con escalera. Siempre
creí que Juan mentía. Hoy estaba a punto de descubrir el mejor escape a la
libertad.
Doblé como venía por una calle en bajada y
empedrada. Atrás tenía al Falcon casi tocándome el paragolpes trasero, o ese
remedo que tienen los Mehari. Fueron los cien metros más largos de mi vida. A
medida que aceleraba me daba cuenta que esa calle no tenía salida y no podría
dar la vuelta en redondo por los autos estacionados a 90º en la vereda. Pisé el
acelerador hasta el fondo y rogué a los dos cilindros del motor que me sacaran
de esta situación.
Por suerte no había ningún auto estacionado en la
vereda al final de la calle. Era la calle que había visto Juan con sus padres
cuando era un chico. La calle que termina en escalera. Mi vía de escape. Cuando
me di cuenta de la situación me aferré al volante y rogué que el Mehari
aguantara la bajada por la escalera a toda velocidad. Las ruedas delanteras
protestaron al subir la vereda. Pero el ruido de la suspensión al bajar por los
escalones a toda velocidad no lo olvidaré mientras viva.
Tampoco olvidaré la frenada del Falcon verde y la
puteada del Gordo Mario cuando me le escapé de entre las manos. Mientras
traqueteaba por la escalera buscaba un hueco para llegar a la calle transversal
en la ancha vereda. Lo encontré en la salida de un estacionamiento de un
edificio del lado izquierdo. Una vez en la vereda encaré hacia ese hueco sin
dejar de acelerar el Mehari. Doblé como venía y ya estaba en la otra calle,
también empedrada, que me sacaría de la persecución.
Me fugué por una avenida muy concurrida en la cual
desembocaba la calle que había tomado. Para que el Gordo y el Flaco lograran
alcanzarme tenía que pasar un milagro. Me escondí entre la enorme cantidad de
colectivos de la avenida y pude escaparme. Con las cuadras recuperé el control
de mi corazón y mis nervios y comencé a pensar en un lugar seguro para escondernos.
Hablo en plural porque somos un todo con el Mehari. No se el tiempo que anduve
vagando. Lo cierto era que ya no estaba en el barrio y menos en la ciudad donde
me vio nacer.
Recorrí muchos kilómetros y ya en ruta abierta
traté de buscar refugio en un lugar seguro en algún pueblo perdido. Lo encontré
a la vera de la ruta. Un camino de tierra me llevó a un pueblito perdido en el
tiempo. Conseguí alquilar una casita muy modesta con galponcito donde duerme el
Mehari rojo, lejos de las miradas de los que pasan. Me enteré que el matón
volvió por el Gordo Mario y el Flaco Gonzalo. Esta vez la cosa fue mucho peor.
El matón de Gómez se enteró de mi apuesta y que el Mehari no estaba en el
barrio. El Gordo y el Flaco descansan en sendos nichos en el cementerio.
Tuvieron un “accidente” con el Falcon verde. Se les prendió fuego con ellos
adentro…
Ahora termino de escribir estas líneas desde un
pueblito perdido en alguna parte de este planeta. No puedo dar más precisiones.
Desde la ventana veo si no aparecerá el matón de Gómez para buscar mi Mehari
rojo. Si lo hace espero tener a mano una calle sin salida.
Mauricio Uldane
Pueden leer
todos los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este enlace: http://archivodeautos.blogspot.com.ar/p/relatos.html
Archivo de
autos es armado en un ciber por falta de recursos económicos ya que no cuenta
con financiación de ningún tipo.
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