Aquella tarde de domingo estaba tomando
unos mates en el fondo verde de mi casa cuando sonó el teléfono. Era mi amigo
Pedro que me ofrecía que fuera a visitarlo ya que unos amigos del campo estaban
de visita. Esos amigos querían conocer mi Peugeot 403. Se ha hecho famoso entre
mis amigos, familiares y conocidos.
Claro, porque he llevado novias, chicas
que cumplían 15 años y hasta una señora que celebraba sus primeros 80 años de
vida. Pero lo que pasó esa tarde calurosa de diciembre nunca tuvo antecedente,
y no sé, si lo tendrá. Todavía me cuesta recordar y porque ha pasado el
suficiente tiempo para olvidar algunos detalles.
Pero es sentarme a recordar, como ahora
lo estoy haciendo, para que toda la historia aparezca en su esplendor como si
se tratara de una película en 3 D, esas que se estrenan en esos cines raros.
Claro que el costo de la entrada no es caro, sino que es la vida misma.
El recuerdo arranca borroso cuando recibí
el llamado de mi amigo Pedro. “¿Te parece que vaya ahora con el calor que
hace?”, le respondí a mi amigo del otro lado de la línea telefónica. “Si venite
con el Yeyo así mis amigos lo conocen en persona”, me dijo Pedro tratando de
convencerme.
“Dale venite que voy a preparar un asado
para todos y, claro, estás invitado”, me dijo con un énfasis que no pude
resistir. Creo que cuando dijo la palabra “asado” el olor, la fragancia, de la
carne asándose al calor de las brazas, sobre la parrilla, logró completar no
solo con imágenes, sino un aroma irresistible, la motivación para salir de casa.
“Me convenciste. Voy para allá”, le dije
a Pedro y una exclamación de júbilo se sintió del otro lado del receptor. El
turro tenía el teléfono en “manos libres” y todos sus amigos estaban gritando
como quinceañeras en plena fiesta. Y sé de qué les hablo.
Terminé el último mate y acomodé todo,
porque volvería tarde. Muy tarde volvería esa noche de diciembre, pero no nos
adelantemos a los acontecimientos y sigamos la línea cronológica. Vale la pena
no perderse ningún detalle de la historia. Todo encaja cuando se conoce el
final.
Antes de salir para la casa de Pedro me
pegué un baño rápido, en parte para sacarme la transpiración de ese caluroso
domingo de diciembre de un verano que se anticipaba en todo su esplendor. Pero
en realidad era también para lograr que la tarde dejara de ser tan calurosa.
Total con el largo de los días la luz llegaba con comodidad hasta las ocho de
la noche.
Porque Pedro quería que sus amigos del
campo vieran al Yeyo con luz de día. Una vez acicalado me dirigí al garaje
donde descansa, los días de hábiles de la semana, mi querido Peugeot 403. El
“cuatro tres”, como le digo, dormía con un cobertor ajeno al polvo, ralladuras
y miradas indiscretas.
Claro que comparte el lugar con mi auto
de todos los días. Esos de ahora que no pasarán a la memoria de nadie cuando ya
no estén con nosotros. Nadie derramará una lágrima sobre su capot. Salvo cuando
le cargan nafta en la estación de servicio, si el cuatro ruedas es muy tragón.
Le saqué el cobertor de color azul
oscuro, como el color de su carrocería, y lo acomodé prolijamente en uno de los
estantes del garaje. Una pasada con un plumero especial que tengo y una
repasadita con la franela inefable para dejar en orden los detalles de acabado.
Tenía que lucir hermoso a los ojos de los amigos de Pedro.
Me había hablado hasta el hartazgo de
esos amigos rurales. También me había contado lo fanático que eran, esos
amigos, por los autos clásicos como el “cuatro tres”. Claro que Pedro les había
dejado en claro: “el Yeyo de mi amigo no se vende”. Abrí la puerta y lo puse en
marcha. Mientras el motor se templaba un rato abrí el techo del “cuatro tres”.
Es como tener una ventana en el techo y
es una de las cosas que más me gustan del Yeyo, como le dice Pedro. Pero no
solo a mí me gusta su techo corredizo sino que a las mujeres que conozco, y de
todas las edades, le enloquece eso de poder ver el cielo en vivo y en directo.
Se podría decir que el techo corredizo
del “cuatro tres” es un arma de seducción. Reconozco que lo he usado más de una
vez en provecho propio. Como dice el viejo refrán “en el amor y en la guerra
todas las armas están permitidas”. Pensando todo eso es que abrí el techo de mi
querido Peugeot.
Abrí el portón levadizo y salí a la
calurosa tarde de ese domingo de diciembre. No tenía idea de lo que me
sucedería camino a casa de Pedro. Todavía me cuestiono porque giré a la derecha
en cambio de ir por la izquierda, que era el mejor camino, a mi humilde
entender. Pero son cosas de decisiones tomadas y a veces, como en este caso, erróneas.
Partí de mi casa con la intención de
llegar a la casa de mi amigo Pedro para que sus amigos del campo vieran el
“cuatro tres”. Pero el destino, o lo que sea, a veces se interpone en el
camino. La casa de Pedro no está tan cerca de mi hogar y para llegar rápido
tenía que ir por la autopista. Pero como hacía calor decidí hacer el camino más
largo a cambio de ir bajo la sombra de los árboles del viejo boulevard.
En la siguiente cuadra doblé a la derecha
buscando más sombra y alargando un poco más el camino a la casa de Pedro. Lo
sabía. Lo que no sabía era lo que sucedería unos minutos después que marcarían
esa tarde de diciembre a fuego. Ya entenderán porque les digo esto.
Habré hecho tres o cuatro cuadras cuando
una mujer negra me hace señas en medio de la calle. Al lado de ella un auto
nuevo estaba destrozado contra otros autos estacionados en esa cuadra. Pensé
que había chocado alguien más y necesitaban de ayuda. La negra tendría unos 40
años de edad y tenía un estado atlético envidiable.
Un paréntesis en esta historia: las
mujeres negras me pueden. Son mi debilidad, debo confesarlo públicamente para
que se entiendan los sucesos venideros. Ver a esa mujer negra agitando todo su
cuerpo en medio de la calle fue algo coreográfico. Hasta algo de música soul
comenzó a sonar en mi cabeza y hasta juraría que la que cantaba era Aretha
Franklin. Pero con el correr de los meses las cosas se han desperfilado un
poco.
Detengo la marcha del “cuatro tres” al
lado de la negra para ver qué necesitaba y me dice: “me tenes que ayudar”.
Pensé en contestarle “si mamita lo que quieras”, pero dado los tiempos que
corren no me pareció adecuado.
“¿Qué necesitas?”, le dije con lo que me
pareció adecuado para la ocasión. “Llevame en tu auto”, dijo directamente sin
rodeos. Por un momento pensé “este es mi año”, pero enseguida me cuestioné el
hecho de subir a una desconocida de copiloto, y no porque fuera negra. Porque
la verdad como dice Héctor Larrea “estaba más buena que comer pollo con la
mano”.
“Subí”, le dije sin pensarlo más. En la
cara de la negra se veía preocupación y no era cuestión de preguntarle si tenía
los papeles al día o había traído la orina de la mañana. Se subió de inmediato
y me gritó, “arrancá enseguida que hay poco tiempo”. “Poco tiempo para ¿qué?”,
le pregunté con una cara que la movió a decir que ya me iba a enterar.
No tardé mucho en enterarme se los
aseguro. “Mi nombre es Néstor”, le dije a modo de saludo. “Me llamo Blanca”, me
dijo y enseguida agregó “no es un chiste, es mi nombre real”. “Me imagino que
tus padres tienen un gran sentido del humor”, le dije. Ahí fue que me contó que
todos sus hermanos tenían nombre de colores. Por un momento pensé que estaba
dentro de un capítulo de “El Capitán Escarlata”.
Y vaya que se parecía a un capítulo de la
serie de marionetas lo que me pasó esa tarde junto a Blanca dentro del “cuatro
tres” y al calor de un diciembre que recién arrancaba. Como si se tratara de un
partido nuevo.
Noté que Blanca estaba bastante nerviosa,
pero, todavía no sabía que carajo había pasado con el auto estrolado en la
cuadra, que habíamos dejado atrás. El nerviosismo de Blanca se manifestaba con
constantes miradas para atrás nuestro. “¿Qué estás mirando?”, le dije sin sacar
los ojos de la calle arbolada por la que íbamos.
“Ya te vas a enterar. Mejor si no sabes
mucho”, me respondió en un tono enigmático que no me tranquilizó para nada. De
reojo miraba a Blanca y comencé a darme cuenta que su ropa no era para nada normal.
Parecía estar enfundada en un uniforme o algo por el estilo.
Será alguna de estas nuevas cadenas de
comidas rápidas. Mac Bizcocho o Planeta Pizza. ¡Eso parece una moza de Planeta
Pizza! Debo confesarles que escribo guiones para historietas de ciencia
ficción, pero esos guiones son inventados de cabo a rabo. Pero Blanca, ahora
caía, parecía escapada de un cuadrito de historieta y dibujada por el mismísimo
Horacio Altuna.
Una exuberancia de mujer. Como Pampita de
“El Loco Chávez”. O mejor aún las chicas de la tira “El regreso de Osiris”.
Claro era un chico entrando en la adolescencia y esas mujeres dibujadas
producían un estallido de hormonas dentro de mis arterias y venas. Ahora
parecía que tenía sentada de copiloto a uno de esos personajes y de color
negro. De un negro profundo como para perderse para siempre…
“No bajes la velocidad”, casi que me
suplicó Blanca. Noté en ese pedido un llamado de ayuda y no iba a ser descortés
con la dama negra. Pise a fondo al “cuatro tres” exclamando: “discúlpame”. “¿Le
hablas al auto?”, me preguntó Blanca. “Sí”, me salió del alma. “Ustedes son
raros, muy raros”, me respondió Blanca.
¿Ustedes? Dijo ¿ustedes? ¿Por qué? Iba a
preguntarle eso cuando veo por el espejo retrovisor una camioneta Dodge Ram que
se acerca como si la llevara el demonio mismo. Me va a pasar por encima pensé.
Estaba tratando de dejarle paso a ese monstruo rojo que venía detrás cuando veo
que Blanca se da vuelta en el asiento.
Se pone de rodillas sobre el asiento y
luego se para sacando medio cuerpo por el techo corredizo y con algo en la
mano. Giré para ver lo que hacía y sus caderas, sus anchas caderas me nublaron
la vista. Recuperé el control para darme cuenta que Blanca le estaba disparando
a la camioneta roja. Pero el sonido del arma que tenía en la mano no era el de
una pistola normal.
Por el espejo retrovisor comprobé que le
estaba tirando con una especie de rayo láser. Les juro que solo había tomado
mate en mi casa y no tengo la costumbre de consumir drogas pesadas. Lo cierto
era que Blanca le estaba tirando lindo y parejo a la Dodge Ram. Pero sin
acertarle de lleno porque el piloto esquivaba cada tiro de Blanca.
Hasta que se me ocurrió una idea.
“Agarrate fuerte”, le grité a Blanca. Lo hizo automáticamente. Le pegué un
volantazo al “cuatro tres” para cruzarlo a lo ancho de la calle y de esta forma
bloquear el paso de la camioneta roja. Era una locura. Pero eso obligaría a los
que nos perseguían a bajar la velocidad y Blanca, al estar quieto el auto,
mejoraría su puntería.
Resulto espectacular y el siguiente
disparo de Blanca le dio de lleno en la trompa de la Dodge Ram. El capot salió
volando como en las películas y el motor explotó en una llamarada. Sin pensarlo
metí marcha atrás y enderecé el auto. Lo castigué sin asco y el “cuatro tres”
salió despedido hacia adelante dejando el lugar exacto para que chocara la
camioneta con un camión estacionado a mitad de cuadra.
La explosión y el ruido de vidrios rotos
más chapas dobladas deben haber despertado a todo el barrio en al menos 5 o 6
cuadras a la redonda. Cuando tomé conciencia estábamos a unas diez cuadras del
choque y la explosión de la Ram.
Detuve la marcha del “cuarto tres” y
mirando a los ojos, ¡qué ojos!, de Blanca le pregunté: “¿qué carajos fue todo
eso allá atrás?”. “Es largo de explicar”, me respondió. “Tengo el resto del
día”, le respondí a manera de provocación y le agregué, “además creo que te
salvé el pellejo”. Ya estaba usando el léxico de los globos de las historietas
que escribo. ¡Y vaya si tenía guión esa tarde de diciembre!
“Te cuento pero seguí andando. Puede
haber más buscándome”, me dijo Blanca. Le hice caso y reanudé la marcha del
“cuatro tres” pero de forma normal, para no llamar la atención y para no
destruir el auto. La historia que me contaría todavía no la puedo creer y no sé
si ahora ustedes la creerán. Pero es la pura verdad de lo que me pasó. Perdón,
nos pasó. Porque las cosas no terminaron en esa persecución a lo Hollywood. No
señor todavía quedaban más acontecimientos para esa tarde.
“¿Por dónde empiezo?”, se dijo Blanca.
“Por el principio. Como cuando le contás una historia a un chico”, le dije. Me
miró con una cara que me hubiera gustado fotografiar para tenerla de por vida.
Pero no tenía cámara a mano, pero sí la memoria visual y ahora la recuerdo con
toda nitidez.
La cara de Blanca en parte era de compasión
y en parte de resignación. Y un gesto me hizo comprender que me contaría toda
la historia aunque no la creyera. Y así lo hizo. Y comenzó por el principio con
el consabido “había una vez…”
Todo había comenzado en otro planeta, si
en otro planeta. Y que no era de nuestro sistema solar, ni de nuestra galaxia.
Pero aunque les parezca mentira hablaba como nosotros y era como nosotros. Y
vaya ¡qué cuerpo tenía! Tampoco eran 40 sus años sino 400. Si lo que oyeron. Lo
cierto que su pueblo estaba buscando un planeta que habitar. El de ellos:
Esplendor se estaba muriendo. Lentamente su núcleo se fue apagando y la vida
comenzó a declinar.
Ella, Blanca, era de un grupo de
exploradores en busca de planetas que habitar. No para conquistar sino para encontrar
la forma de mezclarse con los habitantes de ese planeta y poder perpetuar su
especie hasta lograr hallar un mejor lugar en el universo.
Pero como siempre están los malos, igual
que en las películas, que querían apoderarse de Blanca y sus adelantos
tecnológicos. Yo solo me conformaba con quedarme al lado de ella para el resto
de mi corta vida. Pero no todos pensamos igual.
Blanca estaba viajando a un punto donde
una nave la rescataría para llevarla a otro destino. En realidad su trabajo de
incógnito había terminado en la Tierra y debía reportar su investigación de
campo. Blanca no solo era un soldado sino que era antropóloga o algo parecido.
Cuando me contó toda la historia le
pregunté porqué había confiado en mí. Y su respuesta me conmovió: “porque tenés
un auto clásico”. No podía comprender cómo era que nos entendía tan bien siendo
que venía del cielo más allá de lo inimaginable.
La respuesta fue que hacía décadas que
estaba estudiando a los habitantes de este planeta y conocía muy bien cómo
pensábamos y cómo actuábamos. Blanca se había dedicado a estudiar el
comportamiento de los argentinos con sus autos. Está demás decir que nos
conocía al dedillo.
“Además me gusta mucho tu 403”, me dijo
con una sonrisa que terminó de convencerme que esta mujer sabía mucho más de nosotros
que nosotros mismos. “Ahora me tenes que llevar al punto de encuentro donde me
vendrán a buscar mis compañeros”, me dijo muy seria Blanca.
Al rato, y luego de la historia de
Blanca, ya teníamos nuevos perseguidores. Esta vez eran tres autos los que nos perseguían
y no iba a ser tan fácil deshacernos de ellos. “Son tres autos que nos siguen”,
me dijo Blanca al darse vuelta y regalarme otra vez ese final de su espalda
enfundado en su uniforme intergaláctico. Digo por ponerle un nombre.
“Solo con tu arma no podemos detener a
nuestros amiguitos”, le dije. Blanca me miró con un signo de interrogación en
su bella cara. “¿Sabes usar una de estas pistolas?”, me preguntó. “No, pero
puedo aprender, no creo que sea tan difícil de usar”, le respondí.
No claro que no era difícil de usar. El
tema era acostumbrarse a su uso totalmente diferente a un arma terrestre. Pero
todo se aprende con la experiencia. O al menos eso intenté.
Detuvimos el “cuatro tres” y buscamos un
lugar seguro en donde enfrentarnos con los tres autos con sus perseguidores
dentro. Aprovechamos una curva de la ruta con una lomada que nos ofrecía una
excelente visión y puesto de ataque a nuestros perseguidores.
Blanca sacó de su bolso otra arma más
pesada que la que ella había usado y me pasó su pistola que había puesto fuera
de combate a la Dodge Ram. La verdad que pensé que pesaba menos. Al tanteo creo
que pesaba como una Mágnum 44, alrededor de un kilo y medio.
No quiero pensar lo que pesaba ese
pequeño fusil que Blanca había sacado de su bolso. Pero no era momento para
tantear armas de combate de otro planeta sino de usarlas para salvar nuestro
pellejo. Porque nuestros perseguidores no nos buscaban para charlar un ratito.
Querían exterminarnos como a cucarachas.
Blanca me enseñó el uso de esa pistola
con rayo láser, como en las películas de ciencia ficción, y la verdad me sentí
como un chico. Aunque la situación no era para alegrarse sino para salvar la
vida. El gatillo era sumamente sensible y me costó algo acostumbrarme. Casi no
ofrecía resistencia.
Ya no había tiempo y dos, de los tres
autos, ya estaba entrando en la curva. No lo pensamos dos veces y comenzamos a
disparar. Mi primer tiro dio de lleno en una Toyota Hilux blanca que la dejó
inutilizada por tener la trompa destrozada. La otra camioneta era una Ford
Ranger gris y la tercera camioneta una Chevrolet S10 verde. Parece que a nuestros
enemigos les gustaban los vehículos grandes, pesados y todo terreno.
Sin esperar los pasajeros, cuatro en
total, se bajaron de la Toyota y nos arrojaron una lluvia de balas. Le respondimos
el fuego con todo. Dos de ellos cayeron, no sé si muertos, pero no se
levantaron más. Uno lo bajó Blanca, el otro cayó por mi disparo. Seguimos y
terminamos con la dotación de la Toyota. Pero ya estaban llegando las otras dos
camionetas y fue llegar y abrir fuego sin más trámite.
De a poco fuimos neutralizando a nuestros
perseguidores. En realidad fui yo. Les destruimos las tres camionetas. Si
alguien salía vivo no podría seguirnos en esos vehículos. Blanca no podía creer
la puntería que tenía. Ella no se quedaba atrás y disparo que efectuaba era
alguien que quedaba en el piso.
Cuando nos aseguramos que todos estaban,
o muertos, o heridos, sin poder perseguirnos emprendimos nuestra fuga del
lugar. El “cuatro tres” salió arando de la banquina y disparado por la ruta
desolada en un domingo de diciembre bajo un sol abrazador.
“¿A dónde aprendiste a disparar de esa
forma?”, me preguntó sumamente extrañada Blanca. “Con el Space Invaders”, le
respondí con tranquilidad. “¿El video juego?”, me preguntó azorada. “Sí. Lo
jugaba de chico y era imbatible. Hasta participé de un campeonato nacional que
gané”, le dije con orgullo. “Esa puntería nos salvó la vida. Yo sola no tenía la
posibilidad de neutralizar a todos los tipos de las camionetas”, me dijo Blanca
con una voz que determinaba que habíamos pasado por un momento crítico.
El pie estaba a fondo y el “cuatro tres”
volaba por la ruta que era un horno de cemento. Pero los dos estábamos
contentos por haber salvado el pellejo. Viajamos muchos kilómetros y la tarde
comenzaba a declinar. En una curva Blanca me indicó que teníamos que tomar un
camino de tierra. En su mano tenía un aparato parecido a un GPS, de nuestro
planeta, que le estaba indicando la señal de arribo de la nave con sus
compañeros al rescate.
“Tenemos que seguir por el camino de
tierra unos 5 kilómetros”, me dijo Blanca. “Ahí está por descender la nave que me
llevará a mi planeta”, acotó. A esta altura de la tarde de ese domingo de
diciembre nada me parecía raro, ni ya me asombraba. Había disparado a unas
personas que no conocía. Seguro que a algunos de ellos los había matado. Era mi
vida o la de ellos. Había destruido tres camionetas de alta gama y había hecho
de chofer de una alienígena negra que estaba más buena que el dulce de leche a
cucharadas. ¿Qué me podía asombrar esa tarde, casi de noche?
Nada, y que me dijera que una nave de
otro mundo estaba por descender en nuestro planeta a menos de cinco kilómetros
de distancia, ya no me parecía extraño. Llegamos al punto de descenso antes que
la nave de Blanca aterrizara. La llegada desde el cielo no tuvo nada que
enviarle a los efectos especiales de un tanque de Hollywood. Todo eso que vimos
en cientos de películas fue igual y mucho más real. O al menos eso me pareció
en ese momento al lado de Blanca.
La nave se acercó hasta una altura del
suelo, como unos 5 metros, y quedó suspendida en el aire, se abrió una especie
de escotilla en la parte inferior y un haz de luz, como si fuera un tubo, salió
de ahí. En segundos una persona, un hombre con un uniforme similar al de Blanca,
descendió desde la nave al suelo.
Atravesó el haz de luz y pude comprobar
que también era negro. “¿Son todos de color negro en tu planeta”?, le pregunté
a Blanca. “Sí, somos un planeta de gente negra. No es como en la Tierra”, me
dijo con una sonrisa de oreja a oreja. El hombre se acercó a Blanca y le hizo
un saludo como si se tratara de un superior.
Lo era. Blanca era la comandante de la
flota que había venido de incógnito a la Tierra. Pero parece que algunos se
enteraron de su presencia en la Tierra y por eso la persecución de la tarde en
el “cuatro tres”. “Así que toda la tarde estuve en compañía de la comandante
Blanca y nunca me lo dijiste”, le dije a ella.
“No era necesario que lo supieras en ese
momento. Ahora lo sabes y sé que puedo confiar en vos. Nosotros confiamos en
las personas que tienen respeto por la historia, y por ejemplo, cuidan de los
viejos autos que supieron conseguir”, me dijo. “Eso me suena conocido”, le
respondí. “Sí. Es el lema de una página dedicada a los autos del pasado.
Deberías conocerla”, me respondió.
Acto seguido se metió la mano en uno de
los bolsillos de su ajustado uniforme y me dio un aparato. “Esto funciona como
los teléfonos celulares de la Tierra. Nada más que tiene un alcance interestelar.
Cuando quieras hablar conmigo o necesites de mi ayuda. Llamame”, me dijo.
También me dijo que no necesitaba cargar su batería que se recargaba con
cualquier fuente de luz, natural o artificial.
Después se acercó y me dio un sonoro beso
en la mejilla izquierda. Ahí noté algo desapercibido en toda la tarde. La
suavidad de su piel y el aroma que emanaba de ella. Ambas sensaciones eran, y
son, adorables. Le respondí el beso y no se negó.
Le contó a su subordinado que le había
salvado la vida y que era una persona de confiar para el futuro. Me dijo algo
así como que sería un embajador de su planeta Esplendor en la Tierra. Por eso
también me dejo el intercomunicador interestelar que llamó “estarfon”. Como
comprenderán ya nada me asombraba a esa altura de la casi nochecita. Los
acontecimientos del día habían superado mi capacidad de asombro, al menos por
un mes.
Ambos entraron en el tubo de luz y
ascendieron a la nave que en unos segundos más se perdió en el cielo con la
comandante Blanca para siempre. O no tanto. Me dirigí a mi viejo “cuatro tres”
y antes de ponerlo en marcha le dije, “¡qué tardecita que tuvimos hoy! Hice
girar la llave de contacto y me encaminé para la casa de mi amigo Pedro.
En el viaje decidí no contarle nada de
esto, que ahora les narré. Total ¿quién me iba a creer una sola palabra? Opté
por decirles que me había quedado dormido y cuando me desperté ya era casi de
noche. Al asado llegué tarde, como era de esperar, y solo quedaba algo en la
parrilla, que por suerte estaba calentito.
Mientras comía un chorizo y un pedazo de
asado no me podía olvidar de la tarde pasada con Blanca arriba del “cuatro
tres”. A veces pienso que nada de eso pasó y que me quedé realmente dormido en
la siesta dominical de un diciembre caluroso.
Eso fue durante mucho tiempo. Me creí el
cuento que les conté a Pedro y sus amigos del campo. Toda una enorme fantasía
producto de alguna indigestión de un mediodía dominical de diciembre. Claro,
hasta que una noche sonó el “estarfon”, que me había olvidado arriba de la
mesita de luz. ¿A qué no saben quién era del otro lado?
Mauricio Uldane
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