Hay días en que mejor no salir de la cama. En
especial ahora que el invierno nos está por golpear la puerta de casa. Pero,
las obligaciones de siempre nos mueven, a veces por inercia, a seguir con esta
trituradora de mentes que es la rutina laboral. Así, que esa mañana, una como
todas, salí de casa rumbo a mis obligaciones diarias. Lo que iba a suceder no
estaba, para nada, en mis planes.
El día era frío, pero hermoso, como suele suceder
en los últimos tiempos en donde vivo. Lentamente los inviernos han pasado a ser
otoños largos. Todo cambia, o al menos eso me parece a mí. Lo cierto que con
esos pensamientos en mi cabeza me encaminé al garaje para darle arranque a mi
auto moderno. ¡Oh sorpresa! No quiso ponerse en marcha. Mudo, sin respuesta. No
me quedó otra alternativa que llamar al auxilio. ¿Qué se puede hacer en esas
circunstancias con un auto nuevo? Nada, simplemente nada. Al menos sin las
herramientas electrónicas adecuadas.
Llamé al auxilio y me puse a esperar. Mientras
tanto hice otro llamado a mi oficina para avisar que ya iba retrasado. No sería
la única complicación del día. Solo estaba comenzando la maquinaria. Llegó el
planchón que se llevó a mi moderno, e inútil auto, al menos en esta mañana
fría, pero linda. Di las indicaciones para que lo llevaran al taller. Allí lo
iban a estar esperando para resolver la nana que tenía. Mientras tanto revolvía
mi billetera en busca de la SUBE. Iba a ser la primera vez que la usaría.
Mi esposa, peatona doctorada, me había insistido
para que adquiriera una tarjeta SUBE y así poder viajar en el transporte
público. La verdad me resistía. La consideraba el título de peatón. La verdad
que ese pensamiento era una boludez, pero vieron como es el pensamiento de un
tipo para que el auto es un apéndice de su cuerpo. La resistencia cesó y tuve
mi SUBE con la carga de crédito suficiente para realizar un par de viajes. Hoy
la iba a usar.
Salí de casa con mi SUBE flamante para debutar con
el colectivo a dos cuadras de casa. Estaba caminando y la sensación era rara
para mí. Llegó el bondi con cierto temblor subí mirando para todos lados dónde
poner mi SUBE nuevita. “Ahí adelante, maestro”, me dijo el chofer con cara de
hastío. “¿Hasta dónde va?”, fue su pregunta. Le indiqué mi destino y me cobró
el boleto. La última vez que había subido a un colectivo existía la boletera y
el chofer te cortaba un boleto de papel de colores diferentes según tu destino.
Recordé cuando era chico y coleccionaba los boletos capicúas. Ahora ni boleto
te daba. Me sentí defraudado.
Para mi sorpresa el bondi no iba tan lleno. “Claro,
si la hora pico ya pasó”, pensé y me dediqué a mirar el paisaje urbano mientras
otro manejaba y me ahorraba la tarea que hacía todos los días rumbo al trabajo.
En cuarenta y cinco minutos estaba a unas cinco cuadras de mi laburo. Descendí
del colectivo y me encaminé hacia la oficina. En ese preciso momento comencé a
tomar conciencia que ahora era un peatón.
Lo terminé de confirmar cuando crucé la calle,
luego de bajar del bondi, y un auto que doblaba casi me pisó. “¡Pero si yo
tenía paso!”, pensé para mis adentros. Como peatón primerizo me fijé muy bien
de tener el semáforo peatonal a mi favor para cruzar la calle. Pero ese auto
rojo le importó un carajo que yo tuviera el derecho de paso. Dobló como venía y
si no pego un salto para atrás me pisa. Ya era un peatón en la ciudad.
Me repuse del susto y seguí caminando hacia el
edificio donde se aloja mi oficina. A media cuadra hay un estacionamiento para
autos, en una época solía dejar mi auto, ahora, luego del ascenso tenía cochera
gratuita en el edificio donde trabajaba. Al llegar al estacionamiento un auto
salió como si se le enfriara el café con leche. Le importó una mierda que los
peatones fuéramos los reyes de la vereda. Parecía una tropa de una ocupación
haciendo una cabecera de playa.
Mi humor alegre por el viaje en colectivo se estaba
alterando y eso que no había caminado una cuadra rumbo a mi trabajo. Iba
mascullando esa bronca cuando llego a la próxima esquina. Semáforo en verde
para los autos y rojo para los peatones. Espero mi turno para cruzar como un
peatón honorable. Luz amarilla y luego roja para los autos. El hombrecito que
de rojo pasa a blanco y comienza a mover sus piernas indicándome la
habilitación para el cruce.
Lo hago y cuando inicio la marcha un auto a los
santos pedos pasó en rojo delante de mis pies. Está de más decir que me acordé
de todo su árbol genealógico, y no precisamente de la mejor forma. “¡Pero que
hijo de puta, casi me pisa!”, dije en voz alta. Ante lo cual una señora que
cruza de frente de me dijo, “cada día manejan peor”. La miré con un gesto
afirmativo y ya no me sentí solo en eso de ser un peatón común y silvestre. Me
sentía integrado y agredido.
La cuadra siguiente por suerte no pasó nada. Pero al
llegar a la esquina veo como un desaprensivo automovilista había estacionado su
vehículo obstruyendo la rampa de la esquina. Esa que usan los discapacitados,
pero también es útil para cochecitos de bebés o changuitos de los mandados. En
eso veo que una señora joven se acerca al auto. Ahora es la mía le voy a decir
de todo. Claro quería descargar la bronca del auto de la esquina y del
estacionamiento.
La bronca era de la joven mujer que venía agitando
algo en la mano. Era un aerosol de pintura. Y ante mi asombro escribió, con
pintura negra, la palabra “RAMPA”, con una flecha hacia abajo, indicándole al
conductor, en su puerta, que había estacionado su auto en un lugar prohibido,
pintado de un furioso color amarillo.
La mujer luego de cumplida su tarea y con un gesto
triunfante en la cara se dio vuelta. Por un momento pensó que era el dueño del
auto y que iba a agredirla. Pero rápidamente se dio cuenta de su error. “Me
tenía podrida”, me dijo. Me contó que vivía en la esquina y ya le había dicho
varias veces que no estacionara en el lugar. Que en la zona había muchos
ancianos y madres con bebés que debían dar un rodeo para poder sortear el auto
mal estacionado.
Pensé que la acción de la mujer era un gesto
vengador, o reivindicador, de parte de los peatones que sufrimos (¿sufrimos?).
Ya estoy hablando en plural como si toda la vida hubiera sido un peatón. Tres
incidentes en la vía pública me doctoran en peatón. No puede ser pensé y luego
de sortear el auto mal estacionado, y ahora pintado con una leyenda en la
puerta, crucé la calle. No sin antes mirar para atrás. No sea que venga otro
delirante y me atropelle antes de llegar a la oficina.
Seguí caminando con esos pensamientos en la cabeza
cuando veo que una señora mayor cruza la calle por la mitad de cuadra como si
estuviera en medio de una plaza. Pero esta mujer está loca, pensé. Un auto le va
a pegar un revoleo. No sé si la señora tomó conciencia de su acto. Creo que no.
Lo debía hacer a diario. Me imagino que pensaba que era más seguro que cruzar
en la esquina donde un infeliz te lleva puesto por delante por hacerlo por la
senda peatonal.
La próxima esquina, y eso que era la tercera
cuadra, me esperaba otra sorpresita. Llego justo cuando el semáforo cortaba
para los autos y habilitaba el paso para los peatones como yo. Inicio el cruce
y un chirrido de neumáticos hizo que girara mi cabeza hacia la derecha. Un auto
venía con las ruedas delanteras bloqueadas y detuvo su marcha a solo cinco
centímetros de mis piernas. “¿Pero que mierda te pasa? ¿A dónde vas la puta
madre que te parió?”, le dije en un grito totalmente desbocado. La cara del
tipo era de total sorpresa. Su repuesta fue, “no vi el semáforo”.
Ahí no supe sin patearle el auto o sacarlo a
patadas del asiento. Cómo puede ser que manejes un auto en una ciudad, plagada
de vehículos de todo tipo y peatones, sin prestar atención a la conducción de
tu auto. Cuando presto atención al tipo del auto veo que el muy boludo venía
hablando por su celular. Todavía lo tenía pegado a su oreja. Por suerte no
tenía un arma encima. Creo que le hubiera vaciado el cargador.
Temblando terminé de cruzar la calle. Y eso que
todavía me faltaban dos cuadras para llegar a la oficina. Ya comenzaba a
sospechar que no llegaría de una pieza o sin un golpe en alguna parte de mi
cuerpo. El semáforo se abrió para la calle que acababa de cruzar, pero el tipo
y auto todavía seguían detenidos. Creo que a ese, por un tiempo, no mucho, no
le quedará ganas de hablar por su celular y manejar al mismo tiempo. Pero en
poco tiempo, seguro, se olvidará y volverá a las andadas.
Tardé casi toda la cuadra en recuperarme del susto
de ser pisado por un imbécil desaprensivo que maneja por la ciudad sin la menor
responsabilidad hacia los demás. Mientras esperaba en la esquina mi turno para
cruzar pensaba la forma violenta con la cual se maneja en la ciudad. Violencia
que también involucra a los peatones que no respetan los cruces seguros o lo
hacen por cualquier parte. Me ha pasado, como automovilista, que tuve que
frenar por un peatón que cruzaba a las corridas a mitad de cuadra de una
avenida. Eso es similar a cruzar un semáforo en rojo con un auto a toda
velocidad.
Por suerte en ese cruce no pasó nada. Un respiro.
Ya falta poco. En el próximo cruce de calle ya estoy en la oficina a salvo.
¿Seguro? Y a la tarde cuando vuelvas a casa ¿qué? Eso lo dijo una voz en el
fondo de mi cabeza. ¿Será el famoso inconsciente? Estaba en esas cavilaciones
cuando llegué a la última esquina antes de la salvadora oficina que me
cobijaría unas ocho horas, libre de asesinos automovilistas.
Esperé como un buen peatón que el semáforo me
habitara el cruce de la última calle. Luz verde, en realidad blanca, y
hombrecito que mueve los pies y me dice que tengo veinticinco segundos para
cruzar la senda peatonal. “Bueno, ya llego”, pensé. En eso veo por el rabillo
del ojo la trompa de un auto que avanza doblando desde mi izquierda y clava los
frenos a menos de cinco centímetros de mi pierna. “¿A dónde vas?”, me salió
desde adentro. Menos mal que no lancé una sonora puteada.
En eso veo que el conductor se baja del auto y
rodeando la trompa se dirige hacia mí. “¿Qué pasa?”, le digo. “¿Querés
pelear?”, me dice el tipo, totalmente sacado, sacándose la campera con la
intención de cagarme a trompas. Yo soy el violentado por su actitud de doblar
sin respetar mi paso por la senda peatonal. Y se considera agredido. ¿Dónde
quedó la racionalidad? Creo que en ese momento pensé que se había ido a la
mierda.
Ahora le voy a tener que pegar a este tipo, que
evidentemente tiene ganas de pelear temprano en la mañana. “¿Estás loco?”,
atiné a decirle sin presentar la mínima intención de trenzarme a trompadas en
medio de la bocacalle. “¡No te vi!”, me dice casi en un grito. “¡Ah entonces la
culpa la tengo yo!”, le respondí. Eso parece que le regresó el sentido común.
Me miró entre asustado y colérico y se metió nuevamente en su auto. En eso me
di cuenta que había otra persona sentada en el asiento trasero. Era un
remisero.
Crucé la calle con bronca y susto por lo vivido. En
los pocos metros que restaban con la puerta del edificio de mi oficina pensé en
ese pasajero en el remis. Yo me hubiera bajado en ese preciso instante. Ese
remisero no estaba en sus cabales. Por no estar en condiciones mentales, por
estar alcoholizado o drogado. O todo junto. Sinceramente me sentí en medio de
una jungla siendo peatón esa mañana linda, fría y de otoño.
Por suerte el portero me saludó con un buen día y
me preguntó si hoy estaba a pie. “Si quise estirar las piernas”, le respondí
para sacármelo de encima. Llegué al ascensor y esperé un rato que bajara del
último piso de la torre donde estaba mi oficina. Lo suficiente para calmarme y
dejar la jungla de la calle donde debería estar, afuera de mi trabajo.
Subí hasta la oficina y allí me recibió la colorada
que hace tiempo es la recepcionista de la empresa y la culpable de los suspiros
de muchos de nosotros que no podemos superar la sonrisa de sus enormes ojos
verdes. “¿Qué le pasó a tu auto?”, fue su dulce saludo al entrar. Le conté que
se había muerto y que iba de camino al médico de autos. “¿Viajaste bien?”, me
preguntó sabiendo que había venido en colectivo.
“Si, viajé muy bien en colectivo”, le dije. “El
problemita fueron las cinco cuadras desde la parada del colectivo hasta la
puerta de la oficina”, le dije. Un gran interrogante se pintó en su hermoso
rostro lleno de pecas. Esas pecas, esas pecas y esos rulos que ponen el marco,
a esas pecas. Es inútil no se puede tener una conversación normal con la
colorada. Ella tampoco es normal y no parece de este tiempo. Siempre pienso que
es de otra época. “Casi me pisaron varios autos, tuve que sortear un auto mal
estacionado y por último un remisero me quiso pegar una trompada”, le dije en
una breve síntesis de mis cinco tortuosas cuadras. “¡Ah lo de siempre!”, me
dijo la colorada parpadeando sus enormes ojos verdes, muy enormes. Por arte de
magia la mala experiencia desapareció. Al menos por esa mañana de otoño, fría
pero muy linda. Como la colorada de la recepción, esa que parece de otro lugar.
Mauricio Uldane
Pueden leer
todos los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este enlace: http://archivodeautos.blogspot.com.ar/p/relatos.html
Archivo de
autos es armado en un ciber por falta de recursos económicos ya que no cuenta
con financiación de ningún tipo.
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