Mi vida tenía una rutina que se repetía con una
cadencia pasmosa. Todos los días era lo mismo. Despertarme, vestirme, desayunar
y salir para el trabajo. El baño lo realizaba en la noche así que tenía una
tarea menos durante la mañana. Pero era siempre lo mismo de lunes a viernes,
por suerte para mí el sábado no trabajaba. Claro empezaba la rutina del fin de
semana. Que ir al club, visitar amigos y el almuerzo dominical en casa de mis
padres. Siempre lo mismo hasta que sucedió lo que ahora trataré de contarles.
Espero estar a la altura de los hechos.
Por aquellos años tenía un buen trabajo que me
permitió comprarme un Peugeot 504 cero kilómetro. Era la envidia de todo el
barrio. De un hermoso color celeste metalizado. El que quiere celeste que le
cueste, decía mi abuelita. Y vaya si me costó ese 504. No solo me costó sino
que me llevó por caminos que nunca imaginé que transitaría.
Todas las mañanas me subía a mi querido, y
envidiado, Peugeot y partía para mi trabajo. No estaba muy lejos pero iba en el
auto porque mi trabajo era de corretaje y usaba el 504 para visitar los
clientes. Ese trabajo además pagaba la mantención del auto. No solo me pagaban
un viático sino que se hacían cargo de las reparaciones. Cosas del pasado
glorioso y las abultadas ventas de la empresa.
¿Qué vendían se preguntarán? Y la respuesta es vino
de mesa. Sí, vino de mesa. Eran años que en las mesas de casi todas las casas
había una botella de vino de litro junto al inefable sifón, para asustar al
vino, como decía el General. La soda y el vino eran dos compañeros de los
almuerzos y cenas de mis clientes. Es decir los clientes de la empresa. Mi
tarea no era venderles vino a los consumidores, sino que trabajaba con bocas de
expendio y repartidores a domicilio. Eran épocas donde no solo llegaban el
lechero y el sodero a las casas de los clientes, sino que pasaba una vez por
semana, o más dependiendo de los usos y costumbres, el vinero.
Así que mi 504 tenía muchos litros de alcohol en su
haber, sino no lo hubiera podido comprar. Por eso me podía dar el lujo de
subirme a mi auto en la puerta de mi casa y marchar hacia mi sustento diario.
La empresa tenía una generosa playa de estacionamiento para, nosotros, los
vendedores de vino, que todos teníamos autos propios y que la empresa bodeguera
se hacía cargo de los gastos.
Eran años donde el tren traía el vino desde Mendoza
y se lo embotellaba en las cercanías del Albergue Warnes. Años idos de trenes
funcionando a pleno y de una industria vitivinícola que no conocía de cepas o
vinos Premium. Era el de mesa o fino y se acabó. Pero las cosas cambian y los
noventa nos harían especialistas en vinos. Que esta cepa no, que aquella me
gusta más y que se yo cuantas otras cosas.
Una vez que llegaba a la oficina me daban los
clientes que tenía que visitar y salía para mi recorrido diario. Esa era la
parte algo diferente del día, no todos los días rumbeaba para el mismo lugar,
aunque siempre me tocaban los mismos partidos del Gran Buenos Aires. Algunos
clientes hasta me daban de almorzar si caía justo a la hora del morfi. Más de
una vez comí asado gratis. Todo lo pagaba el vino que vendía.
Era recorrer y vender. Traer las listas de los
pedidos, a la oficina, para que las chicas, las empleadas administrativas, fueran
las encargadas de armar los pedidos que más tarde saldrían a repartir los
camiones y las camionetas que tenía la empresa. Así que a la tardecita volvía a
la playa de estacionamiento junto con mi 504. Todos los días lo mismo por
varios años.
Pero ese día algo sucedió y no fue ni rutinario, ni
normal. Un cambio para la organización semanal que padecía. Como siempre una
vez que tuve el listado con los clientes a visitar, saludé a las chicas, con
“hasta la tarde” y me dirigí al 504. Subí, como cada mañana, le di arranque y
encendí la radio. Mi eterno copiloto en todos esos años que trabajé en la
bodega.
Escuchaba el “Fontana Show” algo novedoso en radio
por aquellos años. Me hacía compañía mientras manejaba. Después solía escuchar
tangos o jazz. Algo que me mantuviera despierto y acompañado. Así estaba cuando
sucedió aquello que me cuesta recordar. Han pasado algunos años y me he ido
olvidando de algunos detalles, pero no afectan al resto de la historia.
Ese barrio que me tocó aquel viernes era nuevo. Un
nuevo cliente al que no conocía y que se estaba incorporando a mi lista
compradores de vino de mesa. Iba buscando las calles, eran épocas donde nuestro
GPS era la vieja y querida Guía Filcar. Era mirar la calle y mirar de reojo el
plano de la guía en el asiento del acompañante. No te podías distraer mucho
porque le podías pegar a cualquier auto o peor llevarte puesto un peatón.
En eso estaba cuando apareció el cartelito salvador
indicándome que tenía que doblar justo en la esquina para la izquierda. Esa
calle me sacaría de ese barrio hacia un lugar más apartado por un camino más
desolado. El nuevo cliente quedaba al fondo de las casas de esa localidad, que
prefiero no mencionar por los malos recuerdos.
En ese momento por la radio sonaba el tango
“Yira-yira” le seguí la letra, que la sabía de memoria, y hasta algún silbido
se me escapó por lo bajo. La verdad que el camino hacia mi nuevo cliente se
puso desolado en serio. Ni una casa por los alrededores. Solo campo, pero
tampoco estaba en medio de la nada. Eran terrenos que por aquellos años estaban
baldíos. Ahora son lujosos barrios privados.
Delante de mí el camino hacía una curva de 90º
hacia la derecha, con lo cual no tenía visión de lo que me encontraría al salir
de la curva. Bajé la velocidad, igual no venía a más de 60 kilómetros por hora,
el camino estaba bastante poceado para circular más rápido. Al salir de la
curva era de noche. Claro debo decirles que antes de la curva eran las 12 del
mediodía y al doblar era de noche cerrada.
No podía creer lo que veía. Por el parabrisas noche
cerrada y por el espejo retrovisor el sol del mediodía. “Estoy soñando”, pensé
y me encajé una linda cachetada que me dolió como la puta madre. No estaba
soñado y en la radio el locutor anunciaba que el tango era “Yira-yira”. Acto
seguido presentó el panorama informativo del mediodía.
No podía dar crédito a lo que mis ojos veían por
delante: noche cerrada que me obligó a encender los faros del 504. En mi mente
una pregunta resonaba: “¿qué hago?”. Todavía hasta el día de hoy no se porque
puse primera y avancé. Debería haber hecho lo contrario y salir marcha atrás
como si nada hubiera pasado. Pero había pasado y quería saber que era lo que
estaba sucediendo. Seguro que ustedes habrán escuchado el refrán: “la
curiosidad mató al gato”. Estaba a punto de pasarme.
Pero claro no me mató sino estas líneas las estaría
escribiendo desde la computadora de San Pedro, ese señor que tiene las llaves
de esa puerta grande, que en estos tiempos que corren tiene de portero a un tal
Sueiro. Bromas aparte pensé que la noche no traería nada bueno, al menos esa vez.
Pero algo dentro de mí necesitaba conocer que diablos pasaba.
Lo primero fue ponerle los seguros a las puertas.
No había cierre centralizado en aquellos años. Había que subir, en el caso del
Peugeot, los seguros de las puertas. Lo hice como para darme algo de
tranquilidad que no sería nada comparada con la que iba a necesitar de ahora en
más.
Comencé a avanzar lentamente como esperando la
aparición de un fantasma, un monstruo o el mismísimo demonio. Está de más de
decir que nada de eso ocurrió. Mi camino por aquella desolada ruta-camino fue
normal. Algún perro suelto olfateando algo y nada más. Una noche serena de
otoño. Eso era lo que creía.
Seguí mi camino en busca del nuevo cliente que a
esta altura del partido poco importaba llegar temprano, porque ya era de noche.
Mi reloj seguía marcando las 12, pero la radio enmudeció de golpe y solo se
escuchaba estática. La señal de la radio murió y seguí mi camino despacio pero
firme dentro de las circunstancias.
El camino parecía no tener fin y las casas eran muy
pocas las que podía ver. A lo lejos divisé una luz azulada. Pensé que era otro
auto que venía de frente pero no sería así. Era otra cosa completamente
diferente. La luz azul se hizo más intensa hasta que se detuvo, pero yo seguía
mi camino y tarde o temprano me enfrentaría a esa luz, fuera lo que fuera.
Y qué fue. Eso es algo que me costó muchos años
desentrañar. Todavía suelo despertarme en la noche con esa luz azul en el
camino, que no es un programa de radio para camioneros. Nada que ver. Esa luz
azul era una especie de nave que flotaba a casi un metro del suelo. Sí, señores
como un pequeño plato volador. No había tomado el vino que vendía. Quiero
aclararles que soy abstemio, el mejor empleado que una bodega puede tener,
seguro que no se chupa lo que vende.
Ahí estaba esa especie de nave flotando en el aire.
Por un momento me hizo acordar a los dibujos animados “Los Supersónicos”.
Todavía estaba tratando de recuperarme del impacto de ver “eso” flotando cuando
salió una persona de adentro y bajó al suelo. Estaba paralizado dentro de mi
auto. Ese humano se encaminó hacia el 504. No podía hacer nada del cagazo que
tenía.
Lentamente la persona se acercó hasta la ventanilla
de mi auto y me hizo señas para que bajara la ventanilla. Mientras se abría el
casco que le cubría la cara. Otra sorpresa más. No era él, era ella. Pelirroja
y llena de rulos y con unos enormes ojos verdes que dulcemente me preguntaron:
“¿Qué carajos haces acá?”. Sabía que todo no podía salir bien era demasiado
bueno para ser realidad.
Que esa fémina me trata con el léxico de un
camionero me sacó del sopor. Y tartamudeando le expliqué cómo había llegado
hasta donde me encontró y trató con esa cortesía que parecía emanar de su ser. Comenzó
a decirme una serie de cosas que no lograba entender. Pero una palabra me
devolvió un rapto de cordura. Esa palabra fue “portal”. “Pará, ¿qué dijiste?”,
le pregunté a la pelirroja.
Como no entendía que era lo que le preguntaba le
dije que había dicho “portal”. “Claro. El que atravesaste. No deberías estar en
este lugar. Ni siquiera me tendrías que haber visto”, dijo la pelirroja un
tanto enojada. Lo cual le quedaba perfecto. Salvo que podía putear como un
camionero del Dock.
Sin muchas más explicaciones me dijo que no podía
quedarme en ese lugar. “Perfecto. ¿Cómo hago para volver a mi recorrido que
tenía antes de atravesar ‘eso’?”, le pregunté con cierto fastidio. “Ahora no se
puede. Tendrás que esperar una semana. Hasta que se vuelvan a dar las
condiciones”, me dijo muy seria.
“Ahora me seguís que te voy a llevar a un lugar
seguro”, me ordenó. Así fue como el 504 y yo seguimos a una nave que flotaba
hasta lo que parecía ser una base de operaciones de tipo militar. La cara de
los tipos que estaban ahí cuando llegué con el 504. No los podía sacar de
encima del auto. Preguntaban de todo. “Es un Peugeot 504 modelo 1971 de lujo de
color celeste metalizado con un motor de ciclo Otto de cuatro cilindros en
línea con una cilindrada menor a los dos litros”, escupió la pelirroja para mi
total asombro.
Se dio vuelta y me miró desafiante y dijo, “¿No es
cierto”? “Cada palabra”, le dije. Un aire triunfante se dibujó en su cara y
dejó a todos sus compañeros con la boca abierta. “Seguime”, me volvió a
ordenar. Le dice caso, era de temer la pelirroja. Aunque debo reconocer que su
retaguardia estaba muy bien, al igual que su delantera. Pero no eran momentos
de piropos, estaba en territorio hostil.
Me llevó a una oficina donde todo lo que podía
reconocer estaba suspendido del suelo. Parecía como si la ley de gravedad no se
cumpliera en ese lugar. “Ponete cómodo que ahora te traigo un café”, dijo y se
perdió en una de las puertas. Las primeras palabras amables de la colorada.
Trajo el café, que entre paréntesis estaba exquisito.
Se sentó delante de mí y con sus enormes ojos
verdes y sus rulos saltarines me puso al tanto de mi situación. Al cruzar del
mediodía a la noche había atravesado un portal del tiempo. Ahora estaba en el
año 2473, es decir tan solo había saltado 500 años. Me quise morir. ¡Qué iba a
decir mi jefe cuando no llegara al laburo a la tarde!
Ella era la encargada de custodiar ese portal del
tiempo que les estaba dando problemas y no era el primer visitante inesperado
del pasado. Su principal pasatiempo era conocer los viejos vehículos que se
habían utilizado en la antigüedad, por eso que conocía tan bien al 504. No solo
de ese auto sabía, conocía todos los autos de mi época presente, claro que
ahora eran del pasado remoto.
Su nombre era Alba y ella se encargaría de
devolverme a mi tiempo real. Mientras tanto me haría conocer algo del futuro,
no mucho para no alterar mi tiempo. Pero las cosas nunca salen como uno espera
y esa semana en el futuro cambiaría para siempre nuestras vidas.
Alba no era para nada dura. Esa noche que nos
topamos, más que nos conocimos, estaba muy presionada por sus superiores. Ese
portal del tiempo les estaba trayendo muchos problemas y había que resolverlo
pronto. Durante la semana me mostró algunos avances que eran incomprensibles
para mí y que nunca vería por más que viviera 100 años.
Pero lo que sí que entre nosotros se formó un
fuerte vínculo. No precisamente amor, como un enamoramiento. Sino que Alba
quería conocer el pasado, es decir mi presente. Hablamos mucho de costumbres,
comidas, cultura y autos. Sobre todo de autos. Alba era una apasionada por los
autos viejos. Ahora le dicen clásicos, pero cuando yo era joven eran cero
kilómetro.
La semana pasó rápido y después de todo no la pasé
nada mal, menos en compañía de Alba. Una hermosa mujer que muchos, en mi
presente, darían lo que no tienen por conocer. Una noche justo a la semana que
sucedió mi pasaje al futuro volvimos al mismo lugar para que pudiera regresar a
mi tiempo. La despedida fue con abrazos y llantos de parte de Alba, parece que
terminé de caerle bien pese al encuentro accidentado una semana antes.
Me subí al 504 y marché por el mismo lugar que
vine. Alba se quedó en medio del camino agitando su mano. Era una lástima no la
volvería a ver nunca. ¡Con lo que me gustan las pelirrojas! Pero debía regresar
a mi tiempo y ella a seguir con su tarea de cuidar ese portal del tiempo. Nuevamente
de este lado la noche y del otro, sin más trámite, las 12 del mediodía.
¿Quién me va a creer esta historia? Pensaba
mientras trataba de encontrar ese maldito nuevo cliente, aunque ya había pasado
una semana y seguro que me habían despedido del laburo. Pero las sorpresas
nunca se acaban, como la cosecha de las mujeres, en especial las pelirrojas.
Volví al mismo lugar de donde había partido y lo que me lo confirmó fue la
radio que nuevamente anunciaba el panorama informativo luego del tango
“Yira-yira”.
No lo podía creer había estado una semana en el
futuro, y había sido una semana porque me había afeitado y el pelo me había
crecido, pero para mi presente no había pasado ni un minuto. Muchos años pensé
en contar lo que me había sucedido, pero nunca me animé para que no me tomaran
por loco. Cómo habría explicado lo del portal del tiempo y de naves, o autos,
que flotan en el aire y demás adelantos tecnológicos de 500 años para adelante
en el tiempo.
Volví a mi rutina diaria y por mucho tiempo no
pensé en nada más que mi trabajo. Pero vieron como es la vida, nos lleva por
caminos que no elegimos, ni siquiera pensamos en transitar. Seguí mi vida y
cada tanto me acordaba de Alba de sus rulos saltarines y esos enormes y bellos
ojos verdes. Eso era el mejor recuerdo que podía albergar en mi mente y solo
para mí.
Un día como todos estando en la cola del banco
escucho una voz, que me resultó conocida. “¿Todavía tenes el 504?”, dijo esa
voz de mujer a mis espaldas. Habían pasado más de 40 años y el 504 todavía
estaba conmigo. Al darme vuelta para ver quién me preguntaba me topé con unos
ojos verdes y unos rulos saltarines.
Si, era Alba. “¿Qué carajos haces acá?”, le dije.
“Así no se trata a una dama”, me respondió. “Bueno vos me trataste así la
primera vez que nos vimos”, le dije. “Estaba muy presionada”, me contestó Alba.
“Nunca te olvidé”, me dijo con esos ojos verdes que eran un remanso en medio
del banco. “Yo tampoco”, le dije. Al verla bien noté que estaba con ropa del
presente. Así que deduje que no había llegado de improviso o había conseguido
la ropa en el futuro.
Efectivamente la ropa la había tomado “prestada” de
un museo de su presente allá 500 años más adelante. “Vine a verte”, me dijo con
una sonrisa que hubiera derretido el témpano con el que chocó el Titanic. Yo
también me derretí por dentro y la invité a tomar un café en el bar de la
esquina. “Y tu trámite en el banco”, me dijo Alba. “Puede esperar, no 500 años,
pero puede esperar”, le respondí.
Alba se había quedado enganchada con mi visita al
futuro y no había podido olvidarme. Tanto que violó algunas leyes para poder
llegar hasta mi presente. Lo tenían prohibido en su rango. Otros si nos
visitaban pero de incógnitos sin nunca darse a conocer. Eran los que mejor
conocían el pasado y venían a estudiarlo. Para eso se aprovechaban de los
portales del tiempo. En su presente había logrado ubicar a esos portales y
podían conocer de antemano cuando se abrirían, incluso a que hora.
“Yo ya soy un viejo”, le dije a Alba. “Y eso que
importa”, me respondió. Alba parecía ser la misma joven mujer que había
conocido en aquella noche de 1973. “El tiempo pasa diferente de donde vengo.
Además vivimos muchos años más que en este tiempo”, me respondió. “Soy más
vieja que vos, aunque no lo parezca”, me dijo Alba. Estaba por cumplir los 90 y
parecía una mujer de 30.
Cada vez entendía menos. “No solo volví para
verte”, me dijo Alba. “Vine también para que me enseñes a manejar el 504”, me
soltó. Me puse a reír. “¿Qué te causa gracia?”, me preguntó. Entonces le dije
que pase el tiempo que pase el encanto de manejar un clásico nunca desaparece.
Se rió conmigo y esa mañana de otoño se iluminó para siempre.
Ahora una vez por semana Alba se escapa de su
tiempo y viene al mío para que le enseñe a manejar el Yeyo. Así que si ven a un
viejo al lado de una pelirroja despampanante en un Peugeot 504 celeste
metalizado no digan nada. Saluden si quieren. Somos Alba y yo en el Yeyo con
las clases de manejo del presente para alguien que vive en el futuro.
Simplemente un día como todos o al menos eso aparenta.
Mauricio Uldane
Pueden leer
todos los relatos publicados en el blog de Archivo de autos en este enlace: http://archivodeautos.blogspot.com.ar/p/relatos.html
Archivo de
autos es armado en un ciber por falta de recursos económicos ya que no cuenta
con financiación de ningún tipo.
Buenos días
ResponderBorrarHistoria rara, pero muy interesante, me gustó.
Sigo regularmente - cuando el tiempo me lo permite - tu Blog, está muy bueno.
Saludos
Ricardo
Ricardo:
BorrarMe alegra saber que te gustan los relatos de ficción que publico en este blog.
A veces la imaginación tiene raros caminos.
Gracias por los elogios para el blog.
Saludos.
Mauricio Uldane
Editor de Archivo de autos
¡GE NIAL, como siempre!... Mauricio, te animo a recopilar todas éstas historias (tanto las reales, como las ficticias) en un libro. Te juro que seré tu primer lector.. ¡Y quiero un ejemplar autografiado!
ResponderBorrarGracias por los elogios. Mi madre hace rato que me dice que tengo que hacer un libro con los relatos de Archivo de autos.
BorrarEl problema que no tengo el dinero para encarar la edición. Pero ya lo tendré y te avisaré.
Saludos y gracias por leer lo que publico.
Mauricio Uldane