La casa cuando la vimos con Marta, mi
esposa, nos enamoramos de ella de inmediato. Cuando conocimos a los Pérez, sus
dueños, enseguida entramos en sintonía. Lo que no entendíamos era porque la
vendían a tan bajo precio. Nos dijeron que necesitaban mudarse por razones
laborales. Les creímos. Yo enseguida vi que el garaje tenía lugar para dos
autos, el de Marta y el clásico que pensaba comprarme. Pero lo barato tiene una
razón de ser.
Compramos la casa con el dinero que
teníamos ahorrado, que pensábamos, solo sería una parte del valor. Con lo cual
no tuvimos que financiar nada. Estábamos libres de deudas, que en los tiempos
que corren no es poco decir. Para mí la casa nueva era ideal. No solo porque
era vieja, cómoda y linda. Sino que tenía espacio para mi escritorio donde
escribía las notas para mi sitio de autos viejos. Eso que comenzó como un
entretenimiento y se convirtió en un trabajo. Que gracias a la tecnología podía
hacer desde mi casa para el mundo.
Así que luego de desayunar con Marta, y
despedirla hacia su trabajo, me sentaba frente al monitor de la computadora a
escribir alguna de las notas diarias que publico en mi sitio. En esa tarea
estaba cuando lo escuché. El clásico sonido del motor de un auto de carreras,
pero no nuevo sino con algunos años.
Pensé que en el barrio alguien estaba
preparando algún viejo TC del Ayer o algo parecido. No estaba muy errado, pero
no era del todo cierto. El auto pasó por delante de mi casa y se perdió en la
tranquilidad de la calle. Debo decirles que la calle de mi casa tiene muy poco
tránsito, tanto que si pasan 20 autos por día es mucho.
Es una calle apartada de las avenidas del
barrio y los autos que se escuchan, en su gran mayoría son de vecinos que van a
sus trabajos o a buscar a sus hijos a la escuela. Cuando no pasan autos se
escuchan perfectamente los zorzales con sus cantos. En un principio tenía la
radio encendida, como compañía, pero cuando descubrí los sonidos del barrio,
opté por ellos.
Como a la media hora otra vez el auto de
carrera. Pasó rápido por frente a mi casa. “Debe haber algún taller mecánico
que prepara autos por el barrio”, pensé. Todavía no había salido a explorar el
nuevo barrio. Ya lo haría. Por ahora las notas diarias me tenían clavado frente
al teclado de mi computadora.
Habrán pasado unos 20 minutos y a lo
lejos escucho el sonido del auto de carreras. Rápidamente me dirigí a la ventana
de la sala de estar que da a una galería y se puede ver con claridad la calle. No
llegué a tiempo y el auto ya se perdía por la esquina de mi casa. En algún
momento lo voy a ver, pensé, y regresé a mi trabajo de escritura.
Pasó casi una semana y no volví a
escuchar al auto de carreras. Incluso una noche, cenando, le conté a Marta.
“Tal vez haya un preparador en el barrio”, me dijo con tino. Asentí y le dije
que preguntaría en el Bar Madrid donde solía almorzar. Allí había un
parroquiano que era el vecino más viejo del barrio: Don Humberto.
Al otro día escuché nuevamente el auto de
carrera pero no pude verlo. En el almuerzo lo vi a Don Humberto sentado en su
mesa de siempre. Al lado de la ventana que daba a la esquina del Bar Madrid.
Era una especia de fonda de barrio donde se podía comer comida casera a muy
buen precio. Algunas veces cenábamos con Marta. A mi esposa le encantaba como
preparaban las pastas.
Me acerqué a la mesa de Don Humberto
mientras tenía la vista perdida en la calle y con la mano derecha revolvía su
taza de café. “¿Cómo le va?”, le pregunté para iniciar la conversación. Ya lo
habíamos hecho antes. “Muy bien mi hijo”, me respondió. Siempre me decía mi
hijo, pero no me tuteaba. Era de otro tiempo.
“¿Le puedo hacer una pregunta?”, le tiré.
“Mientras no sea mi edad, cualquier cosa”, me dijo riéndose. Don Humberto tenía
un manejo del humor espectacular. Y la ironía parecía que había nacido con él.
Le pregunté si sabía de algún taller mecánico en el barrio que preparara autos
de carrera. Me respondió que no. Que ahora no.
“¿Ahora no?”, fue la pregunta que me
asaltó a la boca. Por adentro pensé que antes sí había existido algo parecido.
“En la época del autódromo había varios talleres”, me dijo mirándome a los
ojos. Notó mi sorpresa y enseguida agregó: “usted es nuevo en el barrio y no lo
sabe, pero acá hubo un autódromo”, me dijo y tomó un sorbo de su café humeante.
Me tuve que sentar en su mesa. No podía
creer que había ido a parar a un barrio que tenía un pasado fierrero. Era como
un destino marcado en alguna parte. “Usted vive en la calle de la Recta”, me
dijo. “¿No se preguntó por qué tiene ese nombre?”, me lanzó como un cachetazo
verbal. “Es en homenaje a la recta principal del autódromo de las Flores”, me
dijo.
Entonces como si se abriera un libro de
hojas amarillentas por el paso del tiempo comenzó a contarme la historia del
autódromo de las Flores. Que el nombre lo recibió porque el predio antes había
sido un vivero de claveles para el cementerio de la ciudad. Y que se habían
corrido muchas carreras, algunas muy importantes.
No podía salir de mi asombro, menos
cuando me dijo que mi casa, esa que acababa de comprar, con Marta, era el lugar
donde se levantaban las tribunas, justamente en la recta principal. También me
dio el dato, por si me interesaba, que en la biblioteca del barrio encontraría
diarios y revistas de la época que hablaban del autódromo de las Flores. “Le va
a servir para las notas que escribe”, me dijo Don Humberto. En las charlas que
había tenido, cafecito mediante, le había contado de mí trabajo.
Luego que me saqué las notas que tenía
para publicar, dos días después, me fui a la biblioteca en búsqueda de datos
sobre el autódromo del barrio. Y encontré material. Bastante para escribir una
nota. Mucho más que eso. Me topé con algo que Don Humberto no me había contado.
Por omisión, o para que lo descubriera investigando. Me sentía del otro lado
del mostrador como los seguidores de mi sitio cuando les hago una pregunta
jodida.
Lo que encontré fue el motivo por el cual
el autódromo de las Flores fue cerrado definitivamente: un trágico accidente el
domingo 27 de septiembre de 1925. Es decir casi 90 años atrás, en ese momento
de los acontecimientos. Según las crónicas se hablaba de 20 muertos por un
incendio provocado por un auto de carrera, una bacquet para ser exactos, que
literalmente se incrustó en la tribuna. Justo donde estaba ahora mi casa recién
adquirida.
Cuando regresó Marta, por la noche,
mientras cenábamos le conté de la historia del autódromo de las Flores. No
podía creerlo. Pero menos entendía porqué había llegado a ese dato histórico
del barrio. “¿Te acordás del auto de carrera que escuché la semana pasada?”, le
dije. Entonces le conté de mi charla con Don Humberto y que fue él quien me
dijo dónde encontrar más información de la pista de carrera.
“¿Vas a escribir algo sobre el asunto?”,
me preguntó mi esposa. Debo decirles que es mi primera lectora y crítica de lo
que escribo. Suele dar en el clavo con críticas y elogios. Para mí es una
palabra valiosa a la hora de producir nuevos textos de mi autoría. Su opinión
pesa y cuando no le hice caso tuve que reconocer mi error. Aunque alguna que
otra vez también ella falló. Como la vida misma.
Le dije que todavía no y que quería
indagar más con Don Humberto. Cosa que hice a la mañana siguiente. Lo encontré
en la mesa de siempre del Bar Madrid del Gallego García. Otra institución en el
barrio. Casi más importante que la Parroquia de la Santa Piedad.
Luego del saludo le dije al anciano del
accidente y el posterior cierre de la pista. “Sí, lo sabía. Estuve presente ese
domingo”, me dijo con una tranquilidad pasmosa mientras mojaba la media luna de
grasa en su café con leche. “Tenía 13 años. ¿Sabe que significa en la
quiniela?”, me dijo. Lo sabía de sobra mi papá jugaba seguido a la quiniela. El
número 13 es la yeta.
“Esa yeta motivó el domingo 27 de septiembre
de 1925 una tragedia con mayúsculas”, me contestó Don Humberto. Me contó que el
Galleguito Rodríguez fue el causante del incendio y de las posteriores muertes.
Pero no eran 20 como dijeron los diarios. “Fueron más de 40”, me dijo. Él había
estado en el momento del accidente en los boxes y por eso se salvó de morir en
el incendio.
Al parecer el auto del Galleguito
Rodríguez, una bacquet de color rojo, como el fuego mismo, se montó sobre las
ruedas de otros de los competidores y eso lo hizo, literalmente, volar contra
la tribuna principal. Fue chocar y prenderse fuego. Nunca lograron encontrar el
cadáver del Galleguito Rodríguez. Los bomberos llegaron a la conclusión que se
incineró. Aquella mañana fue recibir un baldazo de agua fría tirado desde 90
años atrás.
“Cerraron el autódromo luego del
accidente y nunca más lo abrieron”, me dijo Don Humberto. Fue el fin de la
pista y todo su entorno. Para poder recuperar la inversión el propietario de
las tierras comenzó con el loteo y así nació el barrio. El único recuerdo era
la calle de la Recta y la memoria viviente del anciano, solo él sobrevivía de
aquella época con sus 103 años de edad. Se le estaba por vencer la garantía del
Magiclick…
Volví a mi casa y las notas diarias para
mi sitio. Eso me mantuvo alejado del recuerdo de la tragedia en el barrio en el
pasado. Estaba en eso cuando nuevamente escucho el auto de carrera. Recordé que
ese sonido me había llevado a todo el descubrimiento del autódromo de las
Flores. Salí corriendo para la ventana, pero no vi nada. Un presentimiento me golpeó
el pecho.
Busqué un almanaque, a veces no sé en qué
día vivo. Era 24 de septiembre, hacía tres días que había comenzado la
primavera y faltaban otros tres para que se conmemoraran los 90 años de la tragedia
del autódromo de las Flores…
Me cayó la ficha. Y decidí realizar una
acción algo loca. No le dije nada de mi teoría ni a Marta, ni a Don Humberto.
Al otro día por la mañana luego de despedir a mi esposa para su trabajo me
preparé el equipo fotográfico con trípode y todo. Había bastante neblina, pero
igual me aposté en la galería de mi casa que da a calle de la Recta.
Tenía que esperar. Esperar ¿qué? Al auto
de carrera que casi toda esa semana, previa al día de la tragedia, pasaba por
mi casa sin verlo. Ya pensaba que era un pelotudo perdiendo el tiempo, pero, lo
escuché. Era el auto de carrera que venía desde la avenida del barrio. No podía
creerlo pero el sonido se hacía más fuerte y la neblina no me dejaba ver nada.
Acomodé la cámara en disparo seriado. No
me quería perder detalle. El bramido del auto se hizo más fuerte y entre la
bruma matinal apareció una bacquet de color rojo furioso. Disparé la cámara y
seguí la trayectoria del auto. Fueron escasos segundos. Mi corazón parecía
desbocado. Las manos me temblaban y recién ahí me di cuenta de sacar el dedo
del disparador.
No podía accionar el botón para ver las
imágenes tomadas de cómo me temblaban las manos. Cuando logré apretar el botón
la bacquet roja con el número 2 de color blanco, pintado en su radiador,
apareció con toda nitidez en mi cámara. No podía creer lo que veía. Estaba
viendo un fantasma y lo tenía documentado.
Recogí todo el equipo y pronto estaba
enfrente de la computadora descargando las fotos recién tomadas. En la pantalla
del monitor se apreciaban detalles increíbles como el casco de cuero marrón del
piloto y su pañuelo de seda de color azul. Era ver a un piloto de otra época
que encima estaba muerto. Todo indicaba que estaba viendo al Galleguito
Rodríguez.
Imprimí dos copias de la foto. Una en
colores y la otra la pasé a color sepia en papel fotográfico. Avejenté la foto
tal que parecía sacada de un álbum de tiempos idos. Al mediodía me fui a comer
al Bar Madrid con las dos fotos. Como era de esperar Don Humberto estaba
sentado en su mesa.
“Mire lo que conseguí”, le dije mientras
le deslicé sobre la mesa la foto avejentada. “¡El Galleguito Rodríguez!”,
gritó. “¿De dónde sacaste la foto pibe”?, me dijo tuteándome por primera vez
desde que nos conocíamos. Le sonreí y le dije: “tengo una mejor”. Le pasé la foto
real a colores y la cara del anciano se iluminó. “¡Qué buena foto!”, de dónde
la sacaste.
“No es de ‘dónde’ la saqué, sino ‘cuándo’
la saqué”, le respondí de manera enigmática. En la cara de Don Humberto se dibujó
la sorpresa. “Fue esta mañana”, le dije. Sacó un almanaque de su billetera y se
golpeó la cabeza. “Estamos a tres días de la tragedia”, me dijo. Claro le dije
y por eso está probando el auto en la recta principal que es la calle en donde
vivo.
Ya lo había comprendido cuando me senté a
esperar en la galería de mi casa. Era un alma vagando en este mundo sin poder
abandonarlo. Un fantasma que busca su descanso con auto y todo. Con bacquet y
todo, en este caso. “¿Qué hacemos?”, le pregunté al ser más viejo del barrio y
testigo presencial de aquella horrible tragedia.
“Conozco a alguien que nos puede ayudar:
el padre Eduardo, es el cura de la Parroquia de la Santa Piedad”, me dijo Don
Humberto. Al parecer el padre Eduardo, pese a sus cuarenta y tantos años, era
un exorcista reconocido. Por esas cosas de la vida había ido a parar a la
parroquia de mi barrio. “Don Humberto en mi casa gracias a Dios somos todos
ateos”, le dije. Cómo se rió ese hombre con mi ocurrencia. “Pibe, yo también
soy ateo. Pero el cura nos va ayudar a que el Galleguito descanse en paz”, me
dijo todavía con carcajadas.
Así fue como el anciano lo fue a ver al
padre Eduardo y este se comprometió en pasar por mi casa para charlar del tema.
Vino el 26 de septiembre, un día antes de cumplirse los 90 años de accidente.
Le conté todo y le mostré las fotos. Me dijo que al otro día vendría hacer el
exorcismo. Nada le dije a Marta, no quería que se atemorizara por toda esta
situación paranormal.
El padre Eduardo resultó ser una persona
encantadora que me enteré jugaba los viernes a la noche, en el club del barrio,
al truco con Don Humberto. “Gran mentiroso el curita”, me dijo el viejo. A la
mañana temprano y luego que se fuera Marta apareció el padre Eduardo. Vino
preparado para hacer su exorcismo. Lo estaba saludando cuando lo veo a Don Humberto,
que bastón en mano se acercaba a mi casa.
“No me quise perder el espectáculo”, nos
dijo. Mientras yo le acercaba una silla para que se ubicara en la galería de
casa. Por un instante se volvería a convertir en la tribuna del autódromo de
las Flores. Esperamos un rato en silencio que pareció un siglo cuando el sonido
de la bacquet del Galleguito Rodríguez se escuchó en toda su intensidad.
El padre Eduardo se preparó de inmediato
y todos nos tensamos esperando la aparición del auto de carrera rojo. Ahí estaba
como en su esplendor. Tal como lo había fotografiada tres días atrás. Nada más
que ahora era la carrera de verdad y no meras pruebas de entrenamiento. Comenzaron
los rezos del cura y el auto se hizo visible para los tres.
Justo cuando pasaba por delante nuestro
Don Humberto gritó con todas las fuerzas de sus pulmones: “¡Vamos Galleguito carajo”!
Lo increíble fue ver al piloto de la bacquet roja levantar la mano derecha a
modo de saludo. Me heló la sangre. Un fantasma nos estaba saludando. O
agradeciendo lo que estábamos haciendo para que dejara este mundo.
Y resultó que lentamente el auto pareció
elevarse en parte y en parte desvanecerse delante nuestro también se apagaba el
sonido del motor. Se convirtió en una estela de humo que se fue elevando hasta
desaparecer por completo. Don Humberto lloraba como un chico y yo no estaba muy
lejos de eso. Hasta el padre Eduardo, ya curtido, se secó lágrimas de sus ojos.
Ahora el Galleguito Rodríguez descansaba
en paz. Lo iba extrañar por las mañanas mientras escribo las notas para mi
sitio de autos viejos. Pero estaba contento de darle un descanso al alma de ese
piloto pionero del automovilismo.
Con el padre Eduardo nos hicimos amigos,
él no me convenció de sus creencias y yo no le inculqué mis descreencias. Nos
reunimos a charlar, con Don Humberto, de autos viejos, que a esta altura
comienzo a creer que es inmortal, ya cumplió 104 años. Muy fierrero resultó el
padre Eduardo. Hasta le enseñamos a usar una computadora a Don Humberto para
que pueda leer las notas que publico.
Tanto se entusiasmó que con el padre
Eduardo le regalamos una notebook para cuando cumplió los 104 años. No nos
aguantamos y le hicimos el chiste del Magiclick, nos puteó toda la mañana de su
cumpleaños.
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Mauricio Uldane
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