domingo, 29 de marzo de 2015

Calle sin salida

Mi abuelito siempre me decía “nene, no apuestes. Yo sé porque te lo digo”. Él fue un jugador empedernido que lo perdió todo por apostar el dinero que no tenía a los caballos. Por eso era su advertencia ante mi marcada inclinación, desde muy chico a apostar a todo lo que fuera. Primero fue en la escuela primaria, a las figuritas. A veces ganaba y mucho, pero otras perdía más de lo que había ganado.



Pero con el correr de los años logré perfeccionar mis apuestas a todo lo que se me pusiera adelante. Apostaba a ver qué marca de auto pasaba. Lo hacíamos en el barrio donde me crié con calles empedradas y paso cansino de los vecinos. Barrio de tanos con camiseta blanca tomando fresco en la vereda con la silla al revés. Casi una pintura del dibujante Calé. Aquel que publicaba sus obras maestras en la vieja revista Patoruzú, la que venía en tamaño tabloide.

En ese barrio, casi de caricatura, apostaba con los vecinitos del barrio bolitas o figuritas, luego pasaría a dinero contante y sonante. Pero en la adolescencia el dinero fácil me ganaría el corazón. Malo, muy malo. Volviendo a esos años de barrio tranquilo y niñez plácida les tengo que contar que era imbatible. Ya nadie de las cercanías quería apostar conmigo porque les ganaba todo lo que podía.

Había desarrollado un sexto sentido para saber que pasaría antes que sucediera. “El te apuesto a que…” era una muletilla en mi persona. Mi abuelito, que solía estar sentado en una silla en la vereda, igual que el Tano Pascual, de enfrente, había notado mi clara tendencia a ser un jugador compulsivo. No hay nada que hacer lo que está en la doble hélice del ADN es imposible de doblegar. Al menos por ahora.

Mi vida siguió con estudios y carrera terciaria, pero las apuestas nunca me abandonaron. No me terminé de convertir en un jugador compulsivo, un ludópata, pero estaba así de cerca de serlo. De más grande las apuestas crecieron como mi edad. Muchas veces me vi en serias dificultades para afrontar una apuesta perdida. Pero siempre zafé. Ahora las cosas están un poco más complicadas. Si bien he desarrollado a pleno ese sexto sentido creo que estoy metido en un serio problema que me puede costar la vida.

Las vueltas de la vida me llevaron a conocer al Gordo Mario. Todo un personaje con contactos con la mafia local. De eso me enteraría mucho más tarde para mi desgracia. Pero como siempre digo “todo se sabe tarde o temprano”. Lo cierto que el Gordo Mario un día se apareció por el barrio con un Mehari rojo cero kilómetro. Se lo había ganado en una apuesta, en una picada de autos en la avenida López, la principal del barrio. Un pobre tipo no tuvo la mejor idea que apostar su nuevo Mehari a un auto que no iba a ganar nunca. Claro eso lo sabíamos los del barrio. Era una trampa que siempre usaba el Gordo Mario para ganar mucha, pero mucha guita.

Verlo todo rojo al Mehari me impactó. Fue amor a primera vista. A mis veinticinco años ver un cero kilómetro tan de cerca era emocionante. Además el Mehari era un auto ganador en ese momento. Aunque su hermano 3 CV fuera un utilitario. Pero eso de ser descapotable y con lugar de sobra para llevar a toda la barra de la esquina tenía su encanto. “¿Me llevas a dar una vuelta Gordo?”, fue mi súplica de cachorro con hambre. La lacónica respuesta del Gordo Mario fue un cuchillo en medio de mi pecho: “¡No!”. Eso me devolvió a la realidad de la vida del barrio. Sabía cómo era el Gordo Mario: una basura de persona.

El Mehari rojo no me dejó dormir en toda la noche. Se convirtió en una obsesión peor que mi compulsión a apostar a todo lo que fuera. Tan mal estaba que un día mi abuelito me dijo, “¿qué te pasa que hace días que no apostas a nada?”. Le conté lo del Mehari y la cara de mi abuelo lo dijo todo. No era para nada bueno mi interés por el auto ganado por el Gordo Mario. “No te conviene estar cerca de esa mierda”, fue la tajante sentencia de mi abuelito. Una vez más no escuché sus sabias palabras.

Buscaba por todos los medios que el Gordo Mario me dejara dar una vuelta en el Mehari rojo, aunque fuera de acompañante. El Gordo sabía de mi debilidad y me hacía cumplir con todo tipo de tareas. Se convirtió en una situación humillante la cual yo permití y todo por el Mehari rojo. Pero las cosas cambiarían de un día para otro.

El Gordo Mario también era un apostador compulsivo, pero tramposo, muy tramposo. Para eso contaba con cómplices que le ayudaban en la tarea como el Flaco Gonzalo que manejaba el auto de las picadas. A propósito perdían las picadas para quedarse con la guita de los incautos. Claro que en el barrio todos los pibes sabíamos como eran las cosas y nunca se nos ocurría apostar con ellos. Aunque solíamos ir los viernes a la noche a ver qué salames caían en la trampa. En parte éramos cómplices indirectos. Pero el Gordo Mario tenía a Jorge que era el encargado de “arreglar” las cosas que salían mal.

Ese “arreglo” incluía golpes, patadas, puñetazos y hasta exhibición de arma de fuego, pero no pasaban de ahí. Al menos hasta que apareció el Mehari rojo en la vida de todos nosotros en el barrio. Ese auto fue un dolor de cabeza para muchos de nosotros. Y sigue siéndolo aunque pasó mucho tiempo. Corrían los meses y no me podía sacar de la cabeza al Mehari. “Es solo un auto, pibe”, me decía una y otra vez el sabio de mi abuelito, pero seguía sin hacerle el menor de los casos.

El Mehari se convirtió en un berretín. Como dicen los tangueros. Pasó a ser una cuestión de honor sin tener nada que ver. En definitiva el auto no era mío y el Gordo Mario se lo había ganado en una apuesta. Una apuesta trucha, pero una apuesta al fin. Cuando logré entender eso comenzó a gestarse dentro de mí un plan que sería el que me trajo todos los demás problemas. Se me metió en la cabeza que el Mehari sería mío. Que se lo ganaría al Gordo Mario en una apuesta. Una locura conociendo de antemano cómo operaba él. Pero el refrán dice “el que le roba a un ladrón, tiene cien años de perdón”. Lo que no entiendo que perdón buscaba sino no iba a robar nada.

Mi idea peregrina era usar mi sexto sentido para realizar una apuesta que obligara al Gordo Mario a darme legalmente el Mehari rojo. Pero cómo cuernos iba a lograr convencer al Gordo de apostar ese auto del cual él también se había enamorado. No lo dejaba un minuto solo. Si no lo manejaba él se lo dejaba en custodia a Jorge y sabemos claramente cómo “arreglaba” las cosas ese tipo. Mejor no meterse cuando Jorge estaba cerca del Mehari.

Pensé mucho tiempo cómo convencer al Gordo Mario a apostar el Mehari en algo que lo hiciera sentirse ganador de antemano. Quería que estuviera convencido que sería como robarle los caramelos a un pibe en la vereda. Meses estuve pensando la forma de convencerlo de esa apuesta gloriosa. En la que se me iría la vida, según la visión del Gordo Mario. Pero para mí sería ganarme en buena ley el Mehari rojo.

Un día de casualidad descubrí que pasaba por la calle empedrada, que vivía, un Messerschmitt de los años cincuenta que parecía escapado de una calesita. Conocía bien a ese modelo porque lo había visto en una vieja revista que conservaba mi abuelo. Lo que nunca había visto era uno en la calle y menos que pasara por la puerta de mi casa. Lo hacía casi al caer la tarde. Solo los días jueves. En el resto de la semana no pasaba. Tampoco sabía de dónde venía, ni a dónde iba. Esa iba a ser mi apuesta con el Gordo Mario.

Descabellada de cabo a rabo y como tal sería la excusa perfecta para que el Gordo me creyera rematadamente loco y perdedor de antemano. Pero había que montar la escena. Yo conocía la apuesta y mi triunfo de antemano. Así que había que hacer un trabajo fino con el Gordo Mario para hacerle el entre. Entre medio rogar para que el Messerschmitt azul no dejara de pasar los jueves a la tardecita con su clásico sonido de dos tiempos.

Comencé un viernes con la tarea psicológica del Gordo diciéndole que si no apostaría el Mehari. “¡Estás loco pibe! ¡No sabes lo que me costó!”, me dijo en una risotada. “Pero si se lo ganaste con la ayuda del Flaco Gonzalo”, dije viendo que la risa se transformaba en un rictus. “¿Quién te dijo eso?”, me preguntó casi en un grito. Le dije que todo el barrio lo sabe. Entonces como nervioso comenzó a mirar a derecha e izquierda. “Pero no tiene que salir del barrio”, me dijo. No se porque pero algo lo inquietó. Y ver al Gordo Mario asustado era más difícil que al Messerschmitt azul pasando por la puerta de mi casa.

Esta es la mía pensé. Le encontré un lado flaco al Gordo, digo sin metáfora alguna. Porque de flaco no tenía nada. Desde ese viernes las cosas con el Gordo Mario cambiaron. Me comenzó a tratar con respeto y hasta diría que con cierta deferencia. Temía que hablara por ahí de cómo había conseguido el Mehari rojo. Tardaría mucho tiempo en saber a quién le había “robado” el Mehari. Tarde, muy tarde.

Durante el fin de semana las cosas con el Gordo Mario mejoraban diría que hora tras hora. El domingo por la tarde, como siempre estábamos con mi abuelito sentados en la vereda cuando dobla por la esquina el Gordo con el Mehari y se para en la puerta de casa. “Hola. ¿No querés dar una vuelta?”, dijo desde el inclinado Mehari. No lo dudé y en un salto estaba al lado del Gordo tratando en vano de compensar la inclinación de la suspensión. En mi cabeza una pregunta tonta me asaltó. “¿Para que querrá un auto que parece un barco escorado cuando se sienta dentro él?”. El Gordo Mario daba más para un Ford Falcon o un Chevrolet 400, pero no para un Citroën Mehari con sus características suspensiones.

Dimos unas vueltas y el Gordo me trataba como a un sobrino. “Di en el blanco”, pensaba dentro de mi cabeza. Era evidente que no quería que se supiera que había ganado el Mehari en una apuesta arreglada y que el Flaco Gonzalo trabajaba para él. Su prestigio de apostador se iba por la cloaca si alguien sabía de eso. Aunque, por su actitud, alguien más estaba al tanto y lo estaba esperando para hacerlo pagar por sus fechorías.

Justo a mí se me tenía que ocurrir apostarle el Mehari. La verdad que soy un salame, pero que le voy hacer nací para apostar y no puedo evitarlo. Para el lunes éramos como chanchos con el Gordo Mario. “Pibe, no sabes cómo te quiero”, me decía el Gordo y juro solemnemente que no estaba borracho. Luego me enteraría que el Gordo no probaba una gota de alcohol. Su padre alcohólico lo había maltratado mucho cuando era un chico. Para él un vaso de vino era el demonio hecho líquido.

El martes por la tarde le dije al Gordo “te quiero apostar el Mehari”. Y me quedé muy serio mirándolo. Se río. Pensé se va todo a la mierda, pero no fue así. “Y con que me vas a pagar”, me dijo. Daba por descontado que ganaría no sabía de mi Messerschmitt azul. Ese era mi caballo del comisario. “Por dos años te lavo todas las semanas el Mehari. Con sol o con lluvia”, le dije. En realidad no había pensado que le apostaría. Por supuesto que no tenía un auto para ofrecer en oposición. Por unos instantes pensé que mi plan fracasaba, pero increíblemente el Gordo aceptó.

Más raro fue que aceptara mi apuesta. Le dije que apostaríamos que pasaría un auto de tres ruedas por la puerta de mi casa el jueves a las seis de la tarde. “Pibe, vas a lavar el Mehari por dos años”, me dijo el Gordo. Me dio la mano y aceptó la apuesta. No podía creer lo que había hecho. El Gordo Mario casi me estaba regalando el Mehari. Claro eso decía porque sabía lo que sucedería dos días más tarde. Eso es la parte tramposa de todo este asunto. Casi como una de las apuestas del Gordo. Pero tardaría tiempo en darse cuenta. Siempre hay alguien que habla de más.

A las cinco y media de la tarde tenía al Gordo Mario con el Mehari estacionados en la puerta de mi casa. “Falta media hora”, le dije. “Vine a tomar unos mates con el lava autos del Mehari”, me dijo mientras largaba una sonora carcajada. Mi abuelito de mala gana le convidó con un mate. Tomamos algunos hasta que mi abuelito se hartó del Gordo y se fue para adentro. Quedamos solos los dos esperando las seis de la tarde. El caer ese día de otoño algo fresco, pero lindo.

“Bueno pibe son las seis de la tarde y no veo ningún auto de tres ruedas”, me dijo dándome palmadas en la espalda. En ese momento escucho el clásico sonido del motor de dos tiempos. Era el Messerschmitt azul que venía traqueteando por el empedrado de la calle. Lo miré al Gordo Mario y la mandíbula se le cayó. Seguía con la mirada a ese autito, casi de juguete, que se estaba llevando su amado Mehari rojo. Lo siguió con la vista hasta que se perdió en el horizonte empedrado.

“Me ganaste”, me dijo de una forma que me estrujó el corazón. Era un hombre abatido que le había ganado un pibe de 25 años, a un mañoso apostador del doble de edad. Algo honorable quedaba dentro suyo porque se metió la mano derecha en el pantalón y extendió las llaves del Mehari. “Pibe, es tuyo. Te lo ganaste en buena ley. Mañana por la mañana firmamos todos los papeles”, me dijo totalmente derrotado. “Te llevo a tu casa”, le dije en todo triunfante. Y así lo hice. El Gordo Mario no dijo nada en todo el viaje a su casa.

Volví y guardé “mi” Mehari rojo en el garaje que antes albergara la Rambler Cross Country que supo tener mi abuelito antes que lo apostara en una carrera de caballos. Ahora era el feliz propietario de mi propio auto sin gastar un solo peso. Pero las cosas se complicarían mucho y en poco tiempo. El Gordo Mario cayó en una depresión profunda y nada, ni nadie lograban sacarlo del pozo que le produjo la pérdida del Mehari rojo.

Un día apareció en el barrio un tipo preguntando por el Gordo Mario. Le dijeron donde vivía y allá fue. El tipo era un matón a sueldo de Gómez el anterior dueño del Mehari rojo. Al que el Gordo Mario y el Flaco Gonzalo le había birlando con artimañas en las apuestas. El Gordo después de unos cuantos golpes confesó que había hecho trampa, pero que el auto lo había perdido en una apuesta legal. No le dio mi nombre y el Mehari no estaba a la vista. Así que el matón dejó el barrio con unos cuantos huesos quebrados en las humanidades del Gordo y el Flaco. Y no era chiste. Para nada.

Pasaron lo meses y las aguas se aquietaron y mis salidas con el Mehari rojo eran un placer. Las chicas del barrio se me tiraban dentro y yo no podía evitarlo, ni quería. Pero la dicha dura poco y como dije siempre hay alguien que habla de más. El Gordo se enteró que el Messerschmitt azul pasaba por delante de mi casa mucho antes que le propusiera la apuesta. Fue Jorge el bocón.

También él lo había visto al Messerschmitt azul pasar todos los días jueves a la tardecita, incluso seguía pasando. Para mí las cosas se pusieron feas. Cuando el Gordo y el Flaco se recuperaron de sus quebraduras vinieron hechos una furia a la puerta de mi casa. Querían el Mehari. “Si se entera Gómez te mata”, le dije detrás de la mirilla de la puerta. “Al que te voy a matar es a vos”, me gritó el Gordo Mario. “Me hiciste trampa sabías que el auto iba a pasar”, gritaba del otro lado de la puerta de calle. Del fondo mi abuelito me decía “te dije que no te metieras con ese tipo”. Pero ya era tarde.

Un día bien temprano antes que el barrio despertara abrí el portón del garaje de casa y salí con el Mehari. Era un viaje de ida y lo sabía. Lo que no sabía era cómo terminaría y adónde. Salí despacio sin hacer mucho ruido, pero el barrio tiene ojos y oídos por todos lados y el Gordo Mario se enteró de mi salida de mi guarida. Las cosas comenzaron a acelerarse como en una película de acción. Cuando me quise dar cuenta tenía al Gordo y el Flaco detrás de mí y no precisamente para desearme buen día.

Estoy jugado así que hagamos lo que sea por salvar el pellejo y al Mehari rojo. Comencé a escabullirme dentro del tránsito matutino de la mejor forma que podía. Buscaba las calles con más tránsito para frenar la carrera de mis perseguidores que por supuesto venían en un auto más rápido que el mío: un Falcon verde. Malos recuerdos del pasado. Pero el Mehari era lo suficientemente ágil para poder meterme en lugares que el Falcon tenía restringido.

Como descubrir esa calle salvadora. En el barrio se contaban historias de pibes. Una era que había una calle en la ciudad que terminaba en escalera. “No puede ser”, les decía. “Es cierto Juan”, estuvo ahí. Juan afirmaba que los padres lo había llevado de paseo a un parque de diversiones y a la vuelta se toparon con esa rara calle con escalera. Siempre creí que Juan mentía. Hoy estaba a punto de descubrir el mejor escape a la libertad.

Doblé como venía por una calle en bajada y empedrada. Atrás tenía al Falcon casi tocándome el paragolpes trasero, o ese remedo que tienen los Mehari. Fueron los cien metros más largos de mi vida. A medida que aceleraba me daba cuenta que esa calle no tenía salida y no podría dar la vuelta en redondo por los autos estacionados a 90º en la vereda. Pisé el acelerador hasta el fondo y rogué a los dos cilindros del motor que me sacaran de esta situación.

Por suerte no había ningún auto estacionado en la vereda al final de la calle. Era la calle que había visto Juan con sus padres cuando era un chico. La calle que termina en escalera. Mi vía de escape. Cuando me di cuenta de la situación me aferré al volante y rogué que el Mehari aguantara la bajada por la escalera a toda velocidad. Las ruedas delanteras protestaron al subir la vereda. Pero el ruido de la suspensión al bajar por los escalones a toda velocidad no lo olvidaré mientras viva.

Tampoco olvidaré la frenada del Falcon verde y la puteada del Gordo Mario cuando me le escapé de entre las manos. Mientras traqueteaba por la escalera buscaba un hueco para llegar a la calle transversal en la ancha vereda. Lo encontré en la salida de un estacionamiento de un edificio del lado izquierdo. Una vez en la vereda encaré hacia ese hueco sin dejar de acelerar el Mehari. Doblé como venía y ya estaba en la otra calle, también empedrada, que me sacaría de la persecución.

Me fugué por una avenida muy concurrida en la cual desembocaba la calle que había tomado. Para que el Gordo y el Flaco lograran alcanzarme tenía que pasar un milagro. Me escondí entre la enorme cantidad de colectivos de la avenida y pude escaparme. Con las cuadras recuperé el control de mi corazón y mis nervios y comencé a pensar en un lugar seguro para escondernos. Hablo en plural porque somos un todo con el Mehari. No se el tiempo que anduve vagando. Lo cierto era que ya no estaba en el barrio y menos en la ciudad donde me vio nacer.

Recorrí muchos kilómetros y ya en ruta abierta traté de buscar refugio en un lugar seguro en algún pueblo perdido. Lo encontré a la vera de la ruta. Un camino de tierra me llevó a un pueblito perdido en el tiempo. Conseguí alquilar una casita muy modesta con galponcito donde duerme el Mehari rojo, lejos de las miradas de los que pasan. Me enteré que el matón volvió por el Gordo Mario y el Flaco Gonzalo. Esta vez la cosa fue mucho peor. El matón de Gómez se enteró de mi apuesta y que el Mehari no estaba en el barrio. El Gordo y el Flaco descansan en sendos nichos en el cementerio. Tuvieron un “accidente” con el Falcon verde. Se les prendió fuego con ellos adentro…

Ahora termino de escribir estas líneas desde un pueblito perdido en alguna parte de este planeta. No puedo dar más precisiones. Desde la ventana veo si no aparecerá el matón de Gómez para buscar mi Mehari rojo. Si lo hace espero tener a mano una calle sin salida.

Mauricio Uldane


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